8 diciembre, 2025

8 diciembre, 2025

Historia de un billete de 20 pesos 

CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA 

De mi casa a la estoica tienda de la esquina hay cuadra y media. En mi mundo infantil de aquellos años cuando fue creada esta tienda, existía el riesgo de que me quedara a jugar, de que antes de llegar me trepara a un árbol o de que en un torneo imaginario se me hiciera tarde y perdiera en ese tumulto el recado con la lista del mandado. 

No digo eso, en ese mismo tramo, con lo contemplativo que es uno de niño llegué a perder un billete de 20 pesos que era todo un mundo. Desde entonces lo busco. 

He encontrado en cambio billetes más grandes cuyo significado es distinto, he encontrado otros objetos y multitud de cuates entre los juegos, canchas improvisadas y escondites secretos que se construyeron en ese tiempo de la niñez.

En la tienda encontrábamos la conversación de los mayores, padres de nuestros amigos, el olor de la brillantina suelta, de los cacahuates con cáscara, las galletas de animalitos en un cucurucho, la mirada afectiva del que atendía sabiendo por cuál lado de la iguana mascaba uno. 

A la tienda íbamos en bici, en patineta, descalzos, tuviéramos o no zapatos, para correr más rápido. De regreso ya nos esperaba el enemigo que nos estaba espiando, luego corríamos como nunca habíamos corrido, nos metíamos a otras casas, brincábamos bardas inexplicables o de plano nos agarrábamos a chingazos. 

Había chiquillos- señores respetables y de bigotes ahora- que cumplían con los pequeños hurtos, se volaban gansitos, dulces, nunca dinero, pero no se llevaron la memoria del tendajero que los había visto a todos y los recuerda con mucho cariño. 

Todavía había árboles en el barrio, de modo que no era raro encontrar varios amigos arriba de ellos, entre las ramas o en los columpios. El último árbol que sobrevivió fue un rompe vientos que fue podado hasta el tronco e hicieron una rampa donde los carros colocados en batería hicieron olvidar aquella banqueta.

Poco a poco la historia fue perdiendo entre los años a los amigos más queridos, se cambiaron de casa, a una más grande de una colonia y en su lugar los nuevos dueños pusieron un negocio. La calle tiene hoy un auge comercial. 

Donde antes eran viviendas, vecindarios y privadas con sus chismes que no falten, la señora arguendera, la trifulca a mano pelona o a cintarazos, hoy son negocios exitosos. 

De esa manera un local de estética ofrece los cortes de moda, hay un cerrajero que lo abre todo y lo cierra, un gran techo es la esquina son los tacos del güero, a un lado se venden artilugios para verse más chido o chida según el caso : collares, anillos de fantasía que parecen de oro, chales, entre miles de objetos.  Sin falta hay un sastre, una lavandería con planchado económico, una pastelería que afuera también vende ropa. 

La tienda de abarrotes sin embargo sigue ahí, atendida ahora por los hijos y gracias a eso siento que no ha pasado el tiempo. Se parecen mucho.

La mayoría de vecinos no son los de entonces. Los de hoy llaman a un Didi que les trae los productos que vieron en Facebook, de la tienda de su preferencia.

Los vecinos de hoy llegaron de otra ciudad a instalar su negocio de paletas, los de hoy son empleados de otros empleados, son dueños de pequeños negocios que apenas vemos cuando cambian sorpresivamente de giro. Y qué bueno. Más que mi billete de 20 pesos hoy hay mucho dinero yendo y viniendo. 

De mi casa a la estoica tienda de la esquina hay, más que distancia, la historia del tiempo y de la ciudad entera. Debo creer que en el camino todavía hay canicas bajo tierra, pelotas agujereadas de agua y hule, guijos de trompos sangarrutos, palos de chan gai, baleros sin capirucho, papel estraza… y mi billete de veinte pesos.

HASTA PRONTO 

POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA 

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