El brazo conducido por el viento, la mano aleteando como un pájaro casi libre escribe. El cuerpo es un mundo pequeño que cuando nace cabe en el hueco de una mano grande.
El cuerpo amanece a un costado de nosotros en medio de una selva de concreto. Se dibuja el paisaje del horizonte repleto de edificios. Es fácil imaginarlo. Es Nueva York, Yordi, pero estoy en Victoria llena de carros.
Apenas es visible el rostro en otros ojos. Escondido en el cuerpo, el cuerpo busca otro cuerpo distinto para alcanzar los objetos constantes que tintinean y hacen ruido en el cerebro. Nada es si no los mira.
El movimiento es un oleaje repentino, el cuerpo en una ola lleva el viaje y los sueños, lleva la canción, la sábana verde, el sábado, la olla de frijoles, el escondite donde nadie lo observa.
Las palabras que huyen rajan las ráfagas, las ideas se abren paso entre la muchedumbre, y los dedos, animales atrapados en su telaraña imaginaria, escriben.
Destinadas al canto, las palabras son parvadas de lo que quedaba. Una vez dichas desaparecen en las calles como vendedores ambulantes de páginas antiguas que, no vendiendo nada, regalan su mercancía a los transeúntes.
El cuerpo ahora es agua. La boca fría, yo diría helada, contrasta con la temperatura de las ciudades y arranca de Ia nada. Y sin embargo el cuerpo afianza sus raíces, puede oler la humedad de la lluvia y desde ahí, por si fuese poco, intentar un naufragio. Salir a rifarse.
En lo que todo llega se ve el disfrute de las sombras, es real la galería de fotografías hermosas, la provincia de otras bocas, el fin que justifica los medios que dirigen los pasos a otros pasos.
En el bloque del entrecejo se filtra un puñado de sorpresas, con un hilo el cuerpo saca los peces del asombro. Con su retrovisor puede ver el pasado escabroso, las cenizas del tiempo, las tarifa del cobro, el último silencio que dijo algo.
En los tendederos se repite el trance de las multitudes, se pueden contar los habitantes según los calzones. Si observas con atención, hay también ahí un infinito de pasiones y de corazones rotos. Y nadie se conmueve, pues lo mismo ocurre en el lejano oriente.
Adelante la iluminación devora los espacios. El mundo, roto a pedazos, describe delgadas migajas mojadas del yo eterno, de la desnudez absurda.
Un personaje con el cuerpo se pronuncia vertical y firme ante el único juicio de los vidrios quebrados de un espejo. Es una especulación digamos. Es la especialidad de la casa.
La estatua de la libertad antes fue árbol. Fue a la vez un intento de trazo que deseó ser dibujo. Estoy viendo la espalda endurecida de una plaza, las locaciones de parejas ausentes consultan las redes sociales y el viejo Google, con su reloj infalible.
Dormir no es alternativa que lo lleve a la playa en épocas de lluvia, ni a la plata que una gotera exige para ser tapada. El rostro es libre para elegir la causa, la que pervierte una sonrisa solitaria. Sigue siendo Nueva York en la imaginaria.
En la rebatinga del mediodía el pueblo se estrelló en los aparadores del centro. La realidad simula un sueño en el transporte urbano que lleva a los vecindarios lejanos.
Cualquier situación embellece el escenario de las muchachas. Un abrazo fue en realidad un apretón de manos, el cuerpo lo sabe, pero así desea recordarlo.
Es bueno asistir al temblor de las manos, al sudor de la frente, todo está preparado y se ha pedido más tiempo para que todo llegue. La gloria está a unos pasos en su viejo carrito de ilusiones. Esto es Nueva York y no es fácil volver a donde nadie se entere que este cuerpo no se ha movido de esta calle.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA