Por la irrupción de gatos desconocidos- invasores extranjeros, rapaces felinos que asaltan mi casa sin el debido permiso- nunca he tenido bichos de alguna especie en lo particular. En lo general entra el aire por las ventanas rotas y cuando olvido cerrar la puerta entra el ruido de las carros y las motocicletas.
Pero sí. En cierta ocasión tuve de huésped un atrevido ratón que, en honor a su valentía, guardé en el cajón de mi memoria.
Le di el nombre de Aristóteles, pues desde su llegada me ayudó a reflexionar, al menos me quitaba el sabor de la soledad y me sometía a su curiosa y minúscula realidad.
Apareció de repente y no lo andaba buscando, intempestivo, como una flecha cruzó lo que puede decirse el patio de la sala. Me asomé donde creí estaba y ahi lo vi de nuevo.
Era joven según lo poco que sé de los ratones. Inexperto. Me distraje un poco y desapareció. Me preocupé, por alguna razón de mi cerebro protector ¿A dónde habría ido? Me asomé de nuevo y ahí estaba, tanteando el terreno, midiendo el agua a los camotes.
Toda la tarde desapareció pero al día siguiente lo descubrí en el mismo lugar. Pensé que trataba de decirme algo, por lo que comprendí que tendría hambre, ¿cómo no se me ocurrió antes? , también yo tenía hambre. Al menos ahora tendría con quien compartir la vital desavenencia de no traer nada en la panza.
Sobre la mesa encontré un pedazo de pan y se lo mostré de lejos como de una acera a la otra. No quise acercarme, para no espantar esa breve compañía que ahora me daba una vida alterna. No estaba solo. Éramos yo y Aristóteles.
Como no se acercó, lo hice yo a mitad del breve patio que ahora compartíamos, le dejé el grumo de pan y puse prudente distancia de por medio, hice como que no lo veía y noté que se acercó para hacer honor a su nombre, sin defraudar a los de su especie, lo agarró y corrió con el botín en el pico. Lo vi todo.
Poco a poco en base a esa recompensa pavloviana me fui ganando su confianza o es acaso que el se estaba ganando la mía. Hasta que pude de plano, luego de varios días y con paciencia, darle de comer en mi mano.
Es claro que Aristóteles, pese a su naturaleza, pudo no domesticarse a ese grado. Quizá me engañaba. Pero el trato era justo. Simplemente pagaba la compañía, como hace uno con las mascotas.
Al llegar del trabajo ahí estaba, esperando. Seguro de sí mismo. Antes yo había cubierto con madera y lo tenía resguardado a piedra y lodo para evitar que sus depredadores lo devoraran. Cosa que podría ocurrir en un descuido de mi parte y que este relato concluyera así intempestivamente, tal como había aparecido él en mi existencia o yo en la de él. Uno qué sabe del espacio, tiempo. Para ambos el tiempo, el espacio y la existencia, eran lo mismo.
Si alguien hubiera llegado y lo encontrara aquí conmigo, no sé con cual razón podría convencerle de que ni el ratón ni yo estábamos locos. De que esos mus diminutos podrían ser nuestros amigos y que además de infencivos, eran víctimas de los mitos y leyendas construidos por el ser hombre para ocultar sus crímenes de guerra.
No quisiera escribir el fin de la historia, pues todos los finales son tristes. Antes de eso debo decir que hubo momentos en los cuales cualquiera de los dos pudo morir primero. Luchamos por sobrevivir desde nuestros ángulos y no podríamos culparnos del destino trágico.
Un día lo busqué y en repetidas ocasiones le llamé por su nombre y nada. Me quedé inmóvil esperando a que saliera por sorpresa o de un sitio inesperado, como solía hacer para jugar una mala pasada. No quería moverme ni creer que aquella protuberancia aplastada que sentía bajo mi zapato fuese Aristóteles… y sin embargo lo era.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA