El último minuto también tiene sesenta segundos. El campo de batalla por el 2024 parecía haber quedado definido, y los términos de la contienda dejaban atrás el momento de las conjeturas: los contendientes lamían sus heridas tras las primeras escaramuzas, y las estrategias se replanteaban, convocando a los refuerzos. Hasta que llegó Samuel García.
Movimiento Ciudadano es un partido de cuño reciente, enfocado en la clase media y cuyo discurso se ha centrado tanto en los desencantados de la política tradicional como en los jóvenes de los grandes núcleos urbanos. Una tercera fuerza en construcción, con políticas distintas y personajes nuevos: en este sentido, la propuesta que llevaría a García al poder no sólo habría sido coherente con las de su partido, al denunciar los abusos y malas prácticas de quien le precedió, sino —sobre todo— sería disruptiva, al incorporar nuevos modelos de comunicación fuera del alcance real de cualquiera de sus contendientes. El resultado es de todos conocido: el esposo de Mariana ganó la gubernatura, pero en realidad fue ella quien ganó la elección a pesar de haber desposado a un cretino.
Un cretino llegado a más: un irresponsable cuya falta de madurez política ha comprometido no sólo sus aspiraciones, sino también al partido al que pertenece y al estado que gobierna, a la sociedad que le depositó su confianza y a su propia familia. Un gobernador que rompió su palabra, y que ahora hace berrinche; un hombre sin mayor mérito que las faldas tras las que se ha cobijado para alcanzar sus logros. Un político que no será presidente, pero cuya desmesura contrasta con la ecuanimidad y pavimenta el camino al padrino de su propia hija; un político que sólo genera repulsión hacia el instituto que le ha respaldado, y cuyas decisiones generan riesgos innecesarios para los empresarios que lo han soportado. Un padre de familia que ha utilizado el nacimiento de su propia hija para conseguir beneficios políticos: un cartucho quemado cuya breve memoria sólo servirá para ensuciar la campaña de quien le suceda como candidato.
La campaña de Samuel duró poco, pero fue ilustrativa. García no esperaba ganar, pero pretendía inclinar la balanza: la campaña pasaría de fosfo a negra y, tras la derrota de Xóchitl, sólo sería cuestión de regresar al poder para cobrar por sus influencer services. Los de su mujer, en realidad. La política es el arte de lo posible, sin embargo, y el gobernador no es capaz de lograr acuerdos reales sin las redes de su esposa: la legalidad no atiende a los trending topics —todavía— y su irresponsabilidad no sólo debería costarle su carrera, sino que ha metido en un embrollo mayúsculo a todos los que han confiado en su capacidad. Una capacidad que, hoy sabemos, no existe: le llamaron esquirol, y resultó serlo para todos.
El proceso sigue estando en marcha, y lo que hasta hace unos instantes parecía definido hoy vuelve a ser difuso e inestable. Las traiciones aún pueden pasar, los acuerdos todavía pueden lograrse: las candidatas aún pueden cambiar su discurso, y las encuestas voltearse en un momento. Esto no se acaba hasta que se acaba: Xóchitl no ha perdido, ni mucho menos; Claudia no ha ganado y, muy al contrario, acaba de perder a su mayor aliado. Las encuestas no dicen sino lo que tienen que decir: la ciudadanía no es tonta, y Samuel ha pasado a engrosar las filas de las causas perdidas. La pregunta ahora, para quienes aún siguen vigentes, estriba en cómo capitalizar la debacle de la tercera vía.
Una tercera vía necesaria, sobre todo en estos momentos. La polarización sirve al Presidente, lo legitima y perpetúa: la oposición lleva cinco años mordiendo el anzuelo, y lo sigue paladeando engolosada. La propuesta de Samuel, como candidato joven con ideas disruptivas, podría haber despedazado a la oposición al tiempo de fortalecer el discurso del mandatario: la ausencia del disruptor abre la ventana de oportunidad para quienes tuvieran algo más que carteles con gusanos, huipiles y meras risas simplonas. Narrativa, quizá…
POR VÍCTOR BELTRI