El enredo político-legal que se ha generado en torno a la candidatura presidencial del partido Movimiento Ciudadano es una muestra de las tensiones y contradicciones que se viven en nuestra permanentemente inacabada democracia. Por un lado, se revela la crisis estructural de los partidos políticos para construir liderazgos democráticos y representativos de proyectos de país viables y, por el otro, que, a pesar de todo, continuamos teniendo un entramado institucional que pone límites a la ambición y excesos de quienes forman parte de la disputa por el poder.
Hasta ahora, todos los sobresaltos que se han generado en torno a la solicitud de licencia del gobernador de Nuevo León han tenido una solución constitucional-legal. Y si bien no hay unanimidad en la interpretación respecto de qué es lo que debe ocurrir ante un escenario como el que se generó en aquella entidad, lo que es un hecho es que tanto el Tribunal Electoral y la Suprema Corte de Justicia de la Nación están actuando como bloques de garantía de la vigencia del orden constitucional en nuestro país.
Desde esta perspectiva, las democracias siempre se enfrentan al reto de contar con dispositivos legales capaces de enfrentar lo inverosímil, que es parte de lo que se está viviendo en México. Y por ello es tan relevante la división y el equilibrio de poderes y, por ello, es tan urgente que en nuestro país se profesionalice la labor parlamentaria, tanto en lo relativo a sus órganos de gobierno interno y asesoría técnica como en la parte sustantiva que corresponde a la representación popular para la creación de leyes y control del gobierno.
En democracia, la aspiración es que la civilidad y la racionalidad le pongan frenos al aparentemente inevitable pragmatismo de las y los políticos, y también a las pretensiones de los grupos de poder fáctico de apoderarse de los principales espacios de representación y decisión. Se trata de que las y los mejores lleguen a los diferentes cargos en disputa y que, con base en el debate inteligente, se tomen las mejores decisiones en beneficio de la población.
Otro de los elementos que ha ratificado este caso es la enorme capacidad que se tiene en nuestras sociedades contemporáneas para generar “liderazgos al vapor”: personajes que con discursos ramplones se ganan el aplauso de la ciudadanía, pero también la preferencia electoral. Lo cual nos sitúa ante la permanente pregunta de las democracias, desde la Grecia antigua hasta nuestros días: ¿cómo evitar que la demagogia se apodere del espacio público y cómo evitar que los peores nos gobiernen?
La historia da lecciones claras: los grandes gobiernos se han construido por muy pocos que han logrado ponerse por arriba de la ambición personal, generando reformas que perduraron en sus sociedades gracias a la fortaleza de las leyes e instituciones creadas; pero también perduran en la memoria como ejemplo de lo deseable para el bien vivir en sociedades políticamente organizadas. En ello, los antiguos son ejemplares, pero también debe alertarnos que son muy pocos los nombres que destacan en virtudes mayores: Empédocles, Solón, Licurgo; nombres frente a los cuales abundan los Tiberios, Calígulas y Nerones.
La historia nos muestra también que hay incontables casos de “locos” que aspiraron al poder con base en visiones extravagantes que jamás prosperaron; pero al mismo tiempo, se tienen ejemplos de otros “locos” que no fueron tomados en serio a tiempo, y que han liderado a sus sociedades hacia procesos catastróficos que jamás debieron ocurrir.
En todo momento, las sociedades que han logrado perdurar son las que han tenido instituciones lo suficientemente sólidas para defender y hacer valer a los mandatos constitucionales que garantizan la pluralidad, diversidad y transmisión pacífica del poder.
Esa es quizá la mayor lección que debemos extraer de los recientes años de la política mexicana, pues ante la realidad de que ni el pragmatismo ni las ambiciones personales y de grupo habrán de irse, es urgente evitar un mayor deterioro del orden constitucional, del Estado de derecho y del sistema institucional de equilibrios y contrapesos.
POR MARIO LUIS FUENTES