Adrede duermo. Sin comisuras de labios, sin el sereno brazo adormilado, desde la canción en sí todavía no aprendida. Duermo en un sitio extraño, amanecí despierto y alguien me habló para que durmiera.
Ya es canción el paso por la calle, el ritmo trepado a un arrecife de luces, la noche saliendo al primer plano en un revuelco de palomas. Desde aquí no veo, y eso justifica mi ausencia. La noche es terriblemente ropa, sílaba derretida.
En un sitio extraño duermo. Me veo, porque si no me viese no les estaría contando. De una pieza, sobre el pasto verde a las orillas de un río pequeño, cerré los ojos.
En el extremo de una barda, en el exterminio de la orilla desequilibrada está la otra parte que falta en este relato. Es la vigilia. Entonces el café oscurece, la mesa es una mesa solamente sin manos, la calle se voltea hacia un precipicio por cuadra.
La noche es una revoltura de cemento en el estómago. Atrás de los vidrios, el hielo distorsiona la solemnidad acuosa que arruga el distinguido frío. El ropaje es oscuro, pero la mirada es clara y de ojos redondos, como la luna. En un caer de agua, se destila el aroma de las hojas secas, se hace aguacero de flores en un terreno.
Un perro ladra, luego aulla solitario. La luna envuelve el regalo de navidad en el callejón. Luego el silencio hace estopa limpiando los gritos, los pasos, los borrachitos detrás de una estrella que termina siendo un foco elaborando las sombras callejeras.
Durante la penetrante mirada las canciones son oasis que rescatan mis ojos. Desde entonces bebo la noche, escondido detrás. Si despierto, como todo mundo, estaré hablando de otras ocurrencias, a eso me dedico.
Duermo en el cerebro ligero como el mismo aliento. Respiro y el cerebro exhala la noche oscura. Y duermo. La habitación es de cristal cortado con los dedos de un árbol. Haz un columpio, truena los dedos. Yo doblo las campanas del santuario de voces, son las cinco letras cerca de una palmada en la espalda.
Los minutos son largos desde los segundos. Es noche para las ciudades de urracas y rompe vientos. Iluminación de pinos de un bosque, construcción de sueños en el invierno. La ciudad es raíz y copa sobre la hoja blanca que susurra con la pluma en la boca. Hay gotas de tinta antes de los dibujos dispuestos para abrazar en los encuentros, para mirar así con esos ojos bonitos.
En el aire y bajo las almohadas, elevados signos de vida toman la fotografía de la respiración. Esta es la balada de los motivos, mis manos crujientes abren ventanas para dar paso a los rincones a donde el mundo se mira. En el fondo la ciudad vive aquí conmigo en esta hoja de papel.
Esta es mi ciudad de noche. Un escaparate es la sombra breve, el escape de algunas luces entre los dedos, los fondos del túnel oscurecido en la vista, donde alcance a verse. Volteo los ojos para verme oscuro.
Me miro hacia adentro de las pulsaciones de un segundero. Son buenas intenciones, discursos callejeros antes de beber agua. Antes de sacar un gajo de la eternidad de silencios y de callar la última palabra nocturna.
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De pronto caminando por la calle, riendo todo el tiempo, la brisa se abre espacio entre la gente y he visto por donde se alza el sol desde los ojos. La calle es estrecha y se arremanga un poco al llegar a la esquina y da la vuelta.
Suenas la batería constante y la trompeta crucial en un juego de dados. La calle sigue entonces rumbo abajo y al frente de batalla el horizonte imaginado así es una nube antes de la lluvia.
Adentro donde se acomoda el silencio, la voz es una constante y el juego se ha vuelto canción emocionada, canto. Y estoy despierto.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA