Para comenzar con buenos augurios, el proceso definitivo de tripular el nuevo gobierno empezando con el cargo de Presidente de la República, suponemos una participación democrática general, debidamente respetada.
Esto significa que todas las opiniones que componen la conciencia nacional tendrán su lugar y no se excluirá a nadie. Lo anterior es importante para asegurar un válido proceso de selección de los que ocuparán los cargos de gobierno.
Por esta razón son indispensables tanto los que expresen su preferencia por una posición política clara, como los que opten por dejar que el proceso tome su curso sin importar participar en él.
En un esquema político que pretenda ser inclusivo, todas las posiciones que se quieran expresar tienen cabida, no necesariamente las opciones ideológicas o de partido, sino que también contribuyen los que deben opinar, aprobar o censurar el proceso. Esto explica por qué algunos, sin ser actores, deben ser escuchados y tomados en cuenta. Es el caso de los que expresen convicciones religiosas.
Hemos escuchado al papa Francisco prevenirnos contra la distorsión de las ideologías que impiden la definición clara de la verdadera problemática social. Por su parte, a nivel local, están los obispos y los párrocos defendiendo los intereses abandonados en las comunidades a su cargo. Es falso que deben permanecer callados ante el crimen organizado, la corrupción, la indolencia del gobierno.
Como sucede hoy en día en numerosos países, dichos representantes de las iglesias se ven precisados a solidarizarse con los derechos populares y condenar a veces con vehemencia y, por hacerlo, ponen en riesgo sus propias vidas.
A su vez, no puede despreciarse la posición académica de los que se dedican a analizar y aclarar el proceso de selección de candidatos. Es inadmisible acusarla de corrupta simplemente porque sus análisis se contrapongan a los intereses del gobierno.
El sector más pernicioso es el de los políticos profesionales, que se pasan la vida entera haciendo de su actividad un modus vivendi altamente lucrativo y sin escrúpulos, lejos de procurar el avance de los intereses populares que declaran defender con gran demagogia. Ellos, por cierto, constituyen el mayor daño al proceso democrático del que tanto estamos necesitados.
El proceso de selección de candidatos a cargos oficiales está en estos momentos en plena ebullición. Ahí se privilegia la conveniencia electoral por encima de las demandas de los ciudadanos. En la mayoría de los casos, los candidatos propuestos por las élites de los partidos políticos obedecen más a la estrategia de conquistar puestos en la estructura local o federal, en vez de proponer programas que son necesarios, pero cuyo costo político es evidentemente muy alto.
Como, por ejemplo, la implementación de una reforma fiscal, adoptar políticas ecológicas y de medio ambiente, o ejercer mano dura contra los abusos financieros y comerciales. Los candidatos que surjan tienen que ser valientes para enfrentar los delitos y deficiencias del gobierno. En este sentido, requieren contar con el apoyo de los partidos políticos a los que pertenecen. Es evidente que, en el caso de Morena, el partido oficial, los candidatos están seriamente limitados por razones de férrea lealtad a su líder, lo que significa que es imposible esperar de la candidata oficial que asuma posiciones genuinamente independientes.
Al arrancar finalmente el esperado periodo de campaña electoral de sólo tres meses, los ciudadanos tenemos que tomar conciencia de la lamentable situación en la que se encuentra el país, preso de la galopante corrupción y culpable deterioro y carencia de los servicios de salud, la inseguridad, la burla a la Constitución y a nuestras leyes, todo ello debido a un liderazgo autócrata, impermeable e insensible a corregir sus crasos errores en los que ha caído. Todo esto puede ser remediado con nuestro voto, que produzca el cambio que urge para encauzar a México a un progreso moderno, justo, equitativo e incluyente.