Basta entrar a cualquiera de las redes sociales para hacer uso de ellas y darse cuenta de inmediato: estamos viendo y padeciendo el peor mal de nuestros días.
El nivel de polarización que ha alcanzado la conversación pública es terriblemente alto, llegando a un punto casi irreversible.
Por donde se vea, encontramos odio irracional, insulto, menosprecio, discriminación y defensa a ultranza de políticos y proyectos encabezados por hombres y mujeres que ni siquiera conocen a quienes pelean cuerpo a cuerpo -metafóricamente hablando- para defenderlos.
Un comentario posteado por alguien que no coincida con lo que piensa el Presidente López Obrador basta para que hordas digitales crucifiquen al osado. Lo mismo sucede si se trata de una crítica a cualquiera de las candidatas presidenciales Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez.
Ese es solamente un ejemplo de la guerra de comentarios que desata conversaciones que llegan a extremos preocupantes. El odio que se destila en ellas es síntoma del grado de descomposición social que vivimos, aunque la sociedad esté en su mayoría a salvo de ese mal.
Lo mismo si se trata de un tema político que de uno de seguridad o de economía, de finanzas públicas o de asuntos que tienen que ver con familiares del presidente, de las candidatas o de cualquier servidor público, sea del nivel del que sea, todo es motivo de discusión.
Por sí misma no es mala, el debate tampoco. Lo cuestionable es cuando en vez de esgrimir argumentos, se utilizan indiscriminadamente y a la menor provocación los insultos, las acusaciones sin fundamente o con él, el racismo, el clasismo, el menosprecio.
Y eso no está relacionado con que lo digan unos u otros, que si conservadores y fifís contra chairos o feligreses lopezobradoristas. O simpatizantes del neoliberalismo o del populismo económico. No.
El mal del que hablo está relacionado con el fanatismo alentado desde el poder mismo a partir de prejuicios, de una narrativa evidentemente tramposa que ha ido sesgando el sentido de la crítica. Que con sofismas ha convertido el desacuerdo en algo malo.
La polarización no solo es política, es también social. El enfrentamiento al que como sociedad hemos llegado es preocupante, es degradante, nos ha llevado al filo del abismo.
No solo es la falta de empatía con la desgracia ajena, es el regodeo de lo malo que les pasa a los demás, es la justificación simplona de hechos violentos, es la negación de lo evidente. Es la pretensión de minimizar los problemas.
Es el peor de los males de nuestros días, la mezcla de intolerancia, la descalificación del otro a priori solo por pensar diferente. Es la polarización que divide entre buenos y malos, entre apoyadores del oficialismo y opositores a ese proyecto.
Es un mal prohijado por la soberbia de quienes se sienten dueños de la verdad absoluta y que casi siempre desde posiciones de poder. Es el recurso inmediato de quienes no tienen argumentos convincentes ni la razón, para imponer su verdad.
¿Qué hacer? Es difícil sustraerse a esa dinámica, pero puede hacerse. Es posible no seguir el juego, no abonar al establecimiento de una dictadura de la intolerancia, del cinismo, de la insensibilidad.
No participar en discusiones estériles, en la defensa de candidatos o candidatas, del Presidente o de gobernadores, de opositores o de funcionarios públicos. No asumirse como dueños de la verdad absoluta.
No contribuir al clima de odio, de desprecio, de discriminación, es posible si existe voluntad, si queremos empezar una desintoxicación del ánimo social. No se trata de cerrar las redes sociales, sino de usarlas correctamente.
Sin embargo, esto puede parecer una utopía, pues es justo en esos espacios virtuales en donde se pueden dirimir diferencias ideológicas o posturas políticas, aunque no pase de ahí.
No obstante, el impacto es mayor porque nunca falta un intolerante, un fanático defensor del oficialismo o de la oposición que quiere obtener un beneficio de la polarización.
Dividir a la sociedad, pulverizar la opinión pública, fragmentar a los ciudadanos y enfrentarlos entre ellos con información sesgada, con narrativas populistas -sean oficialistas u opositoras al régimen-, está funcionando a quienes buscan ese objetivo.
Si lo vemos desde el punto de vista de la política, esa estrategia está funcionando a quien perversamente la ha aplicado desde hace años, a quien depende de la poca memoria de los ciudadanos, de los arranques emocionales y de la falta de raciocinio para actuar.
Unos y otros han acusado a Andrés Manuel de ser el principal instigador de este nocivo clima de enfrentamiento social, de esta división entre mexicanos, de esta perversa ola de polarización que aplica la máxima de “divide y vencerás”.
Tiene sentido, aunque sus adversarios no están exentos de ser responsables de lo mismo, en diferente proporción.
Finalmente, todos buscan lo mismo: Conservar para sí mismos el poder, obtenerlo o arrebatarlo. En un punto determinado, son iguales.
EL VERDADERO IMPACTO DE LA RENUNCIA DE MAGDALENA
Pasadas las primeras horas de la renuncia de la exalcaldesa priísta María Magdalena a la candidatura a diputada local que le otorgó el PAN, el polvo se asentó.
Lo que se observa es un personaje con una influencia focalizada en ciertos sectores, con un caudal de votos que estará a disposición de quien la convenza de influir en sus seguidores y, sobre todo, con una historia marcada por la flexibilidad en sus convicciones y compromisos políticos.
Y aunque no se ha hecho público, quienes saben de esto afirman que no tarda María Magdalena en saltar nuevamente de partido y unirse a la Cuatroté. Ojalá hayan medido el riesgo que esto representa, políticamente hablando.
ESCOTILLA
El cabecismo residual sigue dando coletazos: Emisarios de Francisco e Ismael, exfuncionarios e incondicionales están haciendo correr la versión de que la renuncia de María Magdalena a la candidatura que le había dado el PAN, es culpa del Alcalde Chucho Nader.
Es tan burdo el señalamiento, que fácilmente se detecta a quienes lo están haciendo: Los delata el tufo cabecista.
POR TOMÁS BRIONES
abarloventotam@gmail.com