La palabra es buena en sí misma. Nació para pedir y cumplir un deseo, un absurdo o una real necesidad. La necesidad hace que uno se exprese, y es palabra la persona favorita, el mueble, el título de un libro o la descripción que crea en imágenes la inexistencia
Una palabra junto a otra con un buen manager hacen maravillas. Un comediante nos haría caer de rodillas suplicando omita el chiste de la semana pasada pues no hemos terminado de reír. Siendo nuestra, es claro que la palabra se parezca a nosotros y busque una compañera que le vaya, que coincida más o menos. Que le acompañe por el resto de sus días comiendo papas fritas con un refresco de cola.
La palabra más perfecta o más linda se da a desear como las mujeres guapas que ni siquiera tienen necesidad de expresarse, la dulce espera es suficiente. Entonces la palabra no dicha construye un edificio a mitad de la calle, puede ser que haya manifestaciones callejeras para que se diga y se dice. Una vez dicha la palabra va al baño, supongo.
La garrafal expresión, la leperada, acecha una y otra vez formando manadas de lobos en torno a la presa que escapa en el último instante de los labios. No hay palabra buena o mala, no encontramos delito en ellas, uno es el que las pronuncia.
Una sola palabra es capaz de definir con exactitud el comportamiento de otra. Y sin embargo cuando la palabra sale de la boca, desconoce cuántas vienen atrás, cuántas le persiguen buscando venganza o la justificación por conducto de la presente. Firma al calce.
Las palabras han de recordar que antes tardaban varios días en llegar a su destino y a veces no llegaban a tiempo. Hoy en día se va la luz y con ella el Internet, la visibilidad y el refri y te dejan mudo, ciego y testarudo.
Con palabras se arma un plan de escape, un padre da el sermón, la confesión de parte se hizo por partes, cada palabra oculta otra más fuerte por si ocupase un refuerzo, por si hay chingazos.
Las palabras aun las prohibidas vagan por las calles y avenidas nocturnas para encontrar las palabras más bonitas, como decir que la ciudad es hermosa hasta las lágrimas. Las palabras visten y hacen lucir en un coctel de cumpleaños. ¡Que hable el padrino! Con dos dedos extrae de debajo de la tierra la palabra correcta y arranca entusiasmo cuando arroja al aire monedas de diez centavos.
Al empujar la puerta entran todas las palabras que afuera estuvieron escuchando. Saben de lo que se trata este asunto entre Don Quijote y Sancho, entre Pancho Villa y una mujer dormida. Por eso no caben en un cuarto oloroso a tabaco y hay gente vociferando en el patio.
Antes del epílogo, la palabra, susurrada en el instante del corte de caja, pide un último trago de vino y se confiesa con poemas nuevos e incoherentes. Como todos. No sé si para otros, pero a mi me basta la esquina rota, el silencio entre una palabra y otra para ser feliz con escuchar una banda de música.
No nos enseñaron a callar con mayúsculas. La palabra más bonita es la que está a la espera y puede que nunca sea dicha con tal de no perder belleza. Nos enseñaron a ser una palabra, pero hemos sido otras, muchas, justas, injustas, incompletas, brutales y sin embargo válidas.
En la conflagración de palabras, en un embotellamiento, las personas convertidas en palabras saltan de la página y amenazan con quemar las instalaciones de los fake news. La verdad, es una constante en la vida útil de una frase. La mentira se repite hasta que se descubre.
Sin palabras el ser humano es humilde con sus diestras manos, elocuentes labios, y una gran cabeza sobre los hombros. ¡Cuánta responsabilidad escrita sobre una persona!
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA