Por las paredes resbala la tubería que va por fuera. La pared de la casa es alta y la puerta robusta es de mezquite. Un clásico de la región, digamos. Pero en los cristales brillan las últimas gotas del rocío en plena primavera. Desde ahí se logra observar el mundo y el movimiento de la calle.
En la penumbra del primer cuarto un piano de cola extraído de una película antigua se instala con facilidad en la imaginación. En un saco extendido en el respaldo de la única silla, o la ilusión óptica ocasionada por el ámbito, la soledad nos arrastra a otro tiempo.
Bien dicen que las calles son arterias y estas dan vueltas y vueltas alrededor hasta encontrarse. Las calles son de plástico y un niño grande construye un puente en el patio de él solito. Todavía hay aves de corral con la gallina inquieta, en las casas hay gente que anda en el centro.
En los restaurantes es normal la alegría de aquellos que ya comieron. Falta la cuenta. La conversación gira en torno al clima, en un giro sorpresivo de la sobremesa. Afuera es continuo el paso de transeúntes que pasan mirando para adentro a los que consumen sus alimentos sin lograr ver a ninguno. Por si un GPI o cosas por el estilo.
En la calle de los 40 grados el viento contiene bocinas de maestras de voz ronca que dan instrucciones al recreo de la escuela Lauro Aguirre. Los bulevares viéndolos bien serían brazos que cubrieran la ciudad en caso de que la ciudad fuese mujer, y no lo es.
En el respaldo de su larga cabellera la mujer, sí fuese ciudad, llevara vendiendo plátanos y aguacates, hojas de laurel, en un carretón por la calle, llevando ventaja sobre su cercano perseguidor a dos cuadras.
Adentro cabe todo, se podría decir con holgura, la ciudad es un eterno comienzo, comer de nuevo, subir una escalera, un techo. Ahí están los buscadores ignorando que son buscados, los curiosos, los paleros descubiertos por el público.
Como en todas las urbes sucede la vida olvidando, con su broma de ornato, el contenido de un recipiente, la fecha, el gato, un millón de recuerdos ingratos, un grito de babel al salir del café.
Sobre cables que cruzan la calle, en los tenis colgados, en las simples preguntas que uno lleva a todas partes, veo de nuevo la calle, la ciudad, las noches y los días, el festival de canciones en el vecindario. Ahí mismo vive el sol buscando un árbol, el sueño en el refugio secreto, la ilusión, el perro, un chavo que fue policía, la ciudad pues con su ciudadanía.
Ahí esta la ciudad amable de profundas raíces. Las palmeras con su danza de lado a lado, de obstinadas Post, oscureciendo en la silueta de un gato bajo las estrellas. Adentro de la ciudad van personas acomodadas en la memoria todavía en el viaje. Queda mucho espacio libre, si la mujer fuese ciudad, aquí escribiría su nombre de pila.
El aire no es más que el paso del perfume de mujer bonita una vez dicha. Un cielo brillante y perfecto. El ambiente contiene grados Farenheit y Gay luzac. La botella vacía que rueda por el suelo contiene la tragedia nocturna, historia de horribles botellazos y la manera diplomática de acomodar las calabazas.
Afuera de un bar. Siempre quise escribir eso que nunca vino al caso. Afuera del bar, recuerdo bien el aire frío que ponía más ebrio. Recuerdo un pleito reciente a chingazos contra dos chilangos. Todos corrimos. La ciudad debió escribir ser mujer a esa hora, en la preparatoria. Pero no lo hizo.
La mujer camina por la banqueta y da vuelta en cada esquina, la ciudad se dirige a saber cuál rumbo lleva ella para llevarla en la última corrida del transporte urbano que va para la Colonia Moderna.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA




