El calor no da tregua ni en la sombra. Bajo grandes sombrillas las señoras flotan en el espacio y se desplazan sobre la opulencia del clima; en oleadas de fuego a 47°C igual que ayer hacen compras, pagan la tanda, se alisan el pelo, regresan diciendo que hace mucho calor, invictas, sin que nadie logre contradecirles.
El suelo está caliente y el pavimento evapora el cacumen húmedo del cochambre. A lo lejos, como en el Sáhara, tiembla el espejismo de la calle donde la historia sigue.
Con todo hay a quienes les gusta el calor y otros se esconden de él. Cuando hace un calor extremo no es fácil salir a la calle y resistir estoicamente una hora sobre un hormiguero o sin el, con dos ladrillos en la mano como en la escuela, y un chamoy.
Las calles lucen vacías con uno que otro sujeto que se atreve a protagonizar un rato de gloria sin gloria, sin pan, sin sal, solo cruza la calle, va a donde el sabe, con el sol en la cara, el rostro escurriendo, la gorra húmeda, los pasos quemando llanta, los zapatos sin frenos hidráulicos, a prisa, a manos libres camina como si fuera el último día y sin embargo todavía hay día para rato.
No es día feriado, de modo que alguien corta el pasto con la podadora más ruidosa que otra que trajo antes. El polvo se levanta y en una ligera nube se esparce en el planeta, enfrenta de la Plaza. La raza anda buscando lo que salga para un camello. Al otro lado de la casa me asomo y ahí está el martilleo. Paso lista de ruidos y estamos completos, por eso no se escucha el ruidazo del abanico.
La población deja recipientes con agua para los lomitos callejeros que han de estar en su refugio secreto. El espacio se tambalea y hace un poco de aire caliente. No sirve de mucho. Apaguen la lumbre, prendan el aire, échenle un poco de hielo al hielo.
Entre el abanico y una persona se libra una batalla en el aire que pasa y las garras golosas de los abanicos. Una vez capturado el aire es arrojado a los cuerpos acomodados para que no haya pleitos. Acá hay abanicos todavía, están en oferta los helicópteros.
Pasas y hay gente sin camisa en ciertas casas, señoras echándose aire, conversando en lo que queda de la tarde. Con el tiempo el calor construye su casa a un lado de la nuestra en lo que llega el relevo. Escuchas cómo hierve el agua, cómo prende la lumbre automática, la señora de la casa hizo un caldo.
En los lavaderos de ropa similares a los de París en las Novelas de Emilio Sola, las mujeres intercambian valiosa información acerca del valor de los garrafones de agua y quién con quién en la colonia. Las garras las tienen que quitar del tendedero antes de que ardan en llamas.
Hace calor pero nadie los trae jugando, a medio día hay banda tirando el balón fuera del arco, desaprovechando la oportunidad de ser llamados al Barcelona los vatos. Son las 12 del angelus, ante la sorpresa del público los equipos se acompletaron y el árbitro extrañamente llegó a tiempo. Unos andan bien crudos y es un misterio que aguanten los primeros 15 minutos. No hubo necesidad de la ambulancia.
La gente quiere que llueva pero no tanto porque se mojan los tenis originales. Que llueva para que se limpien los lentes y les toque a los árboles. A veces llueve y ni así amaina el calor , ni modo se antoja una cheve, ir al río, a la playa, a la alberca, al tanque de 200 litros, al pasado, al San Marcos.
Seres de otro planeta, todavía con casco y guantes embarrados de concreto regresan a sus hogares. Les han puesto una chinga. Uno que otro sin hacer ruido se escapa a donde las cariñosas en la hora feliz. Pero uno qué va a saber de eso. Yo escribo.
HASTA PRONTO
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POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA