Sobre la mesa que es todo el mundo, parpadea la luz filtrada por un agujero. A lo lejos una puerta y su historia contada a puerta cerrada no es un secreto para los aquí ausentes y pensados, insignes imaginarios durante el almuerzo.
En la lentitud de las horas el hombre solitario cabe en sus hombros livianos, y el cansancio inexistente ahora, aparece y desaparece del recuerdo y del recuento agreste de los patios.
Entre las manos baste un objeto para a modo de bolsa acarrear por el llano el uso de los dedos tamborileros y ligeros como arañas atrapadas en dos metros cuadrados. Sobre la mesa, se atraviesa el culto del espíritu creado en silencio por el credo antes del almuerzo.
Aquí desde este comensal que soy me he llamado por mi nombre para conocer el menú en la carta ajada por mis dedos, sólo por acabar con la nada en el tumulto de la plaza, y que de alguna manera todo tenga sentido, centímetro a centímetros cuadrado.
Aquí cabemos todos, aquí sentado pudiera estar su santidad con una manzana de caperucita envenenada, en la liturgia de los hechos no hay nada. Y sin embargo el estoico esfuerzo de los hechos me observa atento.
Estoy de este lado del cuerpo, puedo saberlo ahora adentro del cuarto, adentro de la hora, del día y de este misterioso silencio. Mas en todo soy dilema. Una cosa es otra, una mano hace lo que otra con el recurso de sus cinco elementos.
El almuerzo viene de muchos mundos, de las lumbres y de los relámpagos de un cielo angosto. De unas manos saltaron los ingredientes para iniciar un combate con la mezcla del jitomate.
Para entrar a la vida salí de una ventana como esa que me espera con el paisaje abierto de música, de flautines medievales y castillos de arena, familias completas bailando un tango a las orillas de un lago. Un loco como yo puede que haga falta haciendo de saltinbanqui, de rodilla para el último ventrilocuo.
Adentro el monólogo consulta mi cuerpo, mi salida decorosa por la tangente, el río de Heraclito a toda velocidad desde el abismo de la mesa servida es un plato de huevos rancheros. Un esquema de platillo volador con un extraterrestre no identificado por él mismo.
Arriba de la mesa bailan las mujeres recuperadas de la memoria falsa. Los comensales aplauden con señas obsenas. De este lado el almuerzo es consumido por quien les había dicho. Aún no reconozco al sujeto que yo sería si continúo insistiendo de una pedrada, de un zape que me despierte de la cordura.
Sobre la mesa, que espera el gourmet, si no hubiera aprendido de la espera sufriría la ruina de mi espíritu en la orilla de la caoba y el abismo. Esta vez mi corazón con el hambre antigua abre los enormes ojos para observar el tránsito de la abeja al árbol, del panal a los labios.
En la mesa sobrevive el museo de la mente, dos pesos como tarifa innecesaria, un recreo con lonche y toda la cosa, una cancha sin porterías y la portada de lo que un día fue libro de Kafka. En una bocina recargable se cocina la música de fondo, en primer plano, en la sintonía de la radio.
Me levanto de la mesa, camino, doy tres vueltas y escribo esto innecesario. He cavado en la tierra y encontré cacahuates de un antiguo cultivo, hoy espero que el maíz se convierta en tortillas como por arte de magia, como artesanía extraída de una máquina.
Alguien, ese desconocido de costumbre, olvidó su diario de buscador de oro y yo lo he encontrado, le falta la página donde dibujó el mapa; como buen dibujante imaginista, espero dibujarlo en cuanto termine de almorzar estos chilaquiles con huevos estrellados.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA