Quiero ser silencio ajeno, el corredor que va detrás de mi para alcanzarme, el tipo que mira a una mujer a los ojos desde los míos. Ser en la vida romero como el poeta, a la orilla del agua, en medio de fuego, entre la espada y la pared, más pared que espalda.
En la luz vencida sin paraguas llevo la lluvia encima. La memoria aterrizó en este pueblo el hollín expuesto e intermitente de las palabras. Estoy siendo todas las personas que pasan y logro abrirme paso a mano pelona.
No lejos de aquí una multitud quiere ver a la reina detrás de un biombo donde no se encuentra. Si me asomo la encuentro en un suburbio buscando mi boca.
El reloj ya no indica la hora, el tiempo es pasajero que ahora viaja en trenes ligeros. Con esta edad en el bolsillo, puedo comprar una puerta para entrar a los sueños, pero no quiero tenerlos. Prefiero el microbús que va a la colonia.
No debo condenarme a verme de lejos, estar cerca de mi permite un abrazo de vez en cuando en contra del viento. A cualquier hora se abate el quinqué que alumbra las noches, por ende deja de existir la sombra que me persigue a pie por todas partes, así fue como pude encontrarme.
Con la voz en of se derraman las sílabas de los párpados, la melodía implacable continúa mi existencia, recuerdo a dos o tres personas de la existencia, camino sin camino, tengo una sed inexplicable como esta exploración mundana de ir husmeando el interior de las casas, las lumbreras, sus silencios y las luces acostadas.
Nada deseo desde el tiempo en que dejé de desear lo prohibido, lo que no tiene remedio, ni los gestos del último guerrero viendo el espejo derrotado y su escapulario que pronto será trofeo de alguien. Y nunca se sabrá quién se quedó con su navaja de abrelatas ni con su pañuelo rojo empapado de mocos.
Es aquí donde estoy en todas partes, el programa es la actividad que se respira, un ligero movimiento, un palpitar de ave es la vida y el agua que consume la sed de un aguacate. La espesa niebla me circunda salpicada de colores. A cierta una hora debería estar en la estación más cercana, pero no he sofocado las lágrimas de quien pudiera esperarme al otro lado de la línea.
A principios de banqueta, a mitad de calle, en tablones de ruido el paso de los carros estalla en lóbregas carcajadas. Sobre el verde del pasto sobrante de esta ruta, la rutina descalza me alcanza nuevamente y me llama.
Por si un rincón inesperado llevo canicas en la bolsa del pantalón, llevo una hoja con mi primer texto borroso imitando a Rulfo. Hablaba de un padre fantasma y un hombre rico, del polvo de tierra por encima de la tarde. Habla del olvido aprovechado para crear otro cuento.
Cada casa es un mensaje por donde yo paso. Al revés puede leerse la historia verdadera. Así cambia a veces la historia escrita sobre el taburete de la memoria. Sin embargo pasar junto a mi, saberme vivo, detenerme a escuchar mis pasos, es lindo en un martes.
Porque sigo en donde mismo, incomprensible, incomprendido, sigo con la vista el famoso sonido de la vida que anuncia una llegada a la esquina y una despedida después de una larga vigilancia. Estoy situado en mi sitio, sin sofocarne por lo sofisticado del momento, sin volverme loco guardo la calma en la otra bolsa con unas monedas, para un refresco que olvidé comprar de niño.
Lo que después ocurra podré preguntarlo anticipadamente. Confundido el tiempo, lo que yo diga será cierto, a la hora exacta, en el sitio correcto, con la banda de música tocando corridos en Ia plaza.
Soy quien me alcanza a escuchar sentado en la banca de una plaza, el ondeado de la bandera, el martes pasando entre ceja y oreja sin que nadie haga nada.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA