A toro pasado, cualquier interpretación política puede ser válida. En este sentido la reforma judicial radical pudo haberse evitado si el bloque conservador de la Suprema Corte de Justicia hubiera entendido la lógica política del poder. Un presidente como López Obrador y con el 53% de los votos encontró en el máximo Tribunal Constitucional no la posibilidad de empujar sus reformas, sino un bloque de contención que tumbó decisiones básicas y concluyó que con esa Corte no se podía transitar.
De los no contundentes de la Corte a iniciativas lopezobradoristas destacan las más importantes como aquellas que de acuerdo con el bloque conservador judicial llevaron al presidente de la República a un berrinche, pero analizado con frialdad del asunto en realidad el Ejecutivo federal no tenía más camino que reorganizar la estructura interna de la Corte o simplemente usar su mayoría electoral que no se conocía desde 1988 para la presidencia solo en leyes menores.
Desde el principio se supo que el proyecto presidencial de seguridad pasaba por la Guardia Nacional adscrita a la Secretaría de la Defensa Nacional y en el Congreso había logrado un quinto transitorio que lo permitía por un periodo corto. Ante la ley para formalizar esa autorización, la Corte fue contundente en rechazar la reorganización desde la pureza constitucional. Y no, la reforma no se trató de una respuesta-berrinche del Ejecutivo, sino de un posicionamiento estratégico: la tozudez de la Corte ponía en riesgo uno de los proyectos insignia del nuevo gobierno.
Abogados expertos en funcionamiento subterráneo de la Corte consideran que los ministros conservadores pudieron haber aceptado la petición presidencial para un corto plazo mayor a los 10 años considerados de manera original, pero a la ministra presidente le injertaron el virus de la democracia kelseniana teórica y entonces se vistió con el traje de luces de la autonomía judicial absoluta, un hecho que en ningún bloque de ministros en el pasado se la había tomado tan en serio frente al poder del Ejecutivo federal en turno en un sistema no presidencial sino presidencialista y en un sistema/régimen/Estado/Constitución que gira en torno a facultades extraordinarias en modo juarista-porfirista para gobernar sin el legislativo.
La reacción de Palacio Nacional se sintetizó en una respuesta muy sencilla: disfruten su mayoría: dos de los cinco ministros propuestos por López Obrador ejercieron su autonomía del Ejecutivo en turno como ninguno los ministros lo habían hecho en el pasado, siendo de la argumentación histórica de que nunca la Suprema Corte había sido un poder realmente autónomo. Más que berrinche, la respuesta de Palacio Nacional fue político-estratégica: quitarle a la Corte el poder autónomo.
El presidente Salinas de Gortari tuvo una Corte justamente un modelo cortesano para sus reformas que cambiaron el perfil histórico del proyecto nacional de desarrollo de la Revolución Mexicana y usó el presidente Carlos del Río cómo un empleado menor en tareas de representación del Ejecutivo que un poder par no podía permitir con tanta desfachatez.
A la ministra presidenta Piña Hernández la convencieron de que podía hacer historia no rompiendo el techo de cristal del género –algo relativamente fácil por las circunstancias del avance femenino en la política y el poder–, sino rompiendo el piso de acero de la dependencia del judicial con Ejecutivo en turno. En efecto, la ministra presidenta se creyó la versión de que era un poder autónomo, pero como el Vaticano en la cumbre de Yalta no pudo mostrar sus divisiones de combate.
La percepción de López Obrador sobre la construcción de un intento de sistema político judicial y no presidencialista-partidista llevaron a la búsqueda de un modelo de sustitución de la estructura judicial, que de todos modos tenía dependencias del Ejecutivo, pero con el caso de dos ministros de la Corte que fueron impuestos por López Obrador pero ya en el Poder Judicial cambiaron bandera y enarbolaron el banderín de la autonomía judicial. Y el mensaje de Palacio fue muy sencillo: ejerzan su autonomía y cambiaron el modo de votación de jueces, magistrados y ministros.
Si la ministra presidenta Piña Hernández hubiera atendido las reglas del juego político presidencialista, sin duda que habría ganado mayor espacio de autonomía en grado de negociación de poder pero no, como fue en realidad, en modo de una lucha de poder contra el Ejecutivo y éste volvió a demostrar por mandato constitucional que el mexicano es todavía régimen presidencialista y que se podría cambiar pero no con autonomías absolutas inexistentes.
En términos políticos, la ministra Piña Hernández quedó como pato cojo: derrotada, sin mayoría y a la espera de más días aciagos de humillación.
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Política para dummies: la política sí disputa el poder no en la teoría del purismo jurídico.
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Por Carlos Ramírez
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