Seguramente usted ha jugado ajedrez en alguna ocasión o acaso lo ha visto jugar. Este apasionante juego, deporte-ciencia milenario, como se le llama, en el que se premia la estrategia y la inteligencia, se practica hoy y es conocido en todo el mundo.
En los tiempos recientes, sobre todo a partir del campeonato mundial, llamado “Encuentro del Siglo”, entre el ruso Boris Spasky y el temperamental norteamericano Boby Fischer, celebrado en 1972 Reikjavik, Islandia, que gano el estadounidense en 21 partidas, se ha difundido con gran amplitud en todos los países.
Nadie sabe con precisión, sin embargo, cuándo nació y quién o cómo se concibió este interesante pasatiempo que hoy en día y a lo largo de los siglos ha sido practicado por los más relevantes personajes, Carlomagno, Benjamín Franklin, Karl Marx, Napoleón Bonaparte, Lenin y Fidel Castro, entre muchos otros.
Se dice que fueron los griegos los que lo inventaron para distraerse durante el sitio de Troya, y hay aquellos que aseguran que el ajedrez es de origen indio, chino, japonés y egipcio.
La mayoría de los historiadores coinciden en afirmar que empezó en la India en el siglo VI o VII, aunque probablemente en su inicio no era como se le conoce actualmente. De la India, dicen, pasó a Persia y de aquí los conquistadores árabes lo llevaron a España de donde pasó al resto de Europa y finalmente a América.
Son muchas las leyendas que se han tejido en torno a este “microcosmos intelectual”, como le llamaba el campeón mundial de este deporte, Emmanuel Lasker. Se afirma que fue inventado por varios sabios para curar la locura de un tirano que había asesinado a su padre, también que se utilizaba para consolar a una apesadumbrada reina cuyo hijo había muerto en la guerra.
Existe otra leyenda, quizá la más conocida y misteriosa, que dice que esta inquietante diversión fue inventada por un humilde y modesto Brahamín llamado Lahur Sessa o Sissa para distraer a un príncipe o rey de la India, Belekib, unos dicen que para que saliera del aburrimiento, otros para que olvidara la pena que le producía la pérdida de un descendiente.
El Soberano experimento tal complacencia con el juego que agradecido a tal grado con el inventor le dijo a este que pidiera la recompensa que quisiera, que se la cumpliría inmediatamente.
Para dar a su alteza una nueva lección, el autor le pidió que le regalase un grano de trigo por la primera casilla, dos por la segunda, cuatro por la tercera, y así hasta llegar a la 64, la última de las que constituyen el tablero del juego, duplicándose siempre, y que una vez reunida la cantidad del grano se la entregase.
El gobernante ordenó inmediatamente satisfacer la demanda tan modesta en apariencia.
Sin embargo, al calcularse la porción el príncipe cayó de bruces, cuando el tesorero del reino le informó que el total de trigo solicitado ascendía a la fabulosa cantidad de 18, 446, 744, 073, 709, 551, 615, de veinte cifras que resulta sustrayendo una unidad a la sexagésima cuarta potencia, y que para producirla habría sido preciso sembrar durante más de un siglo la India entera, incluyendo las zonas ocupadas por las ciudades, y equivalía a una montaña que tuviera por base la capital del reino y fuera cien veces más elevada que los Himalayas.
La lección le pareció tan ingeniosa al gobernante que en vez de causarle enojo fue motivo de reconocimiento, por lo que decidió designar al humilde brahamán como su primer Ministro.
Pero mientras que esta curiosa leyenda no pasa de ser relato para la gente, hay quienes ven en el ajedrez algo más que un juego y un simple mito, consideran que es la representación de un simbolismo oculto de una ciencia olvidada, cuyos signos, aparentemente comunes, constituyen para los no profanos la presencia de una clave que permite al hombre el acceso a una fuente de conocimientos trascendentes y maravillosos que explican la razón de ser y el sentido de la vida y el universo.
Hay quienes incluso, Jacques Bergier, ingeniero Químico, escritor y periodista, entre ellos, atribuyen al ajedrez un origen extraterrestre, llamado ajedrez enoquiano, cuyas piezas eran parecidas a los dioses egipcios. A decir de esta versión, este se jugaba contra un adversario invisible y las piezas de una mitad del tablero se movían solas. Se llamaba enoquiano en alusión al profeta bíblico Enoc, del que se dice que había llegado a la Tierra proveniente de un planeta desconocido al que este viajaba en un carro flamígero.
“Un misterio iniciático de gran trascendencia –escribe por otra parte Serge Reynaud De Laferriere en su obra “El Libro Negro de la Fracmasonería”—se encuentra encerrada la diferencia la unidad que se sustrae que existe entre los doce números verdaderamente astronómicos: del sexagésimo cuarto grado de vibraciones y el total de las 64 casillas del ajedrez (64 por reducción igual a 6 más 4 igual a 10, que es a su vez igual a 1 más 0. La suma de 64 casillas es igual a 2080, que es igual a 2 más 0 más 8 más 0 igual a 10, o sea 1 más 0 igual a 1. Es decir, por reducción es igual a la unidad sustraída de: 18,446, 774, 073, 709, 551, 616)
“Sería demasiada coincidencia –señala quien fuera creador de la Gran Fraternidad Universal– que este fuese un hecho acaecido al azar, sobre todo si se reflexiona en los dos colores de las piezas del juego (negro y blanco, polo positivo y negativo, el sol y la luna, etc.) y en las casillas negras y blancas del tablero que reproducen con un singular propósito el piso embaldosado de nuestros templos”.
Por. José Luis Hernández Chávez
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(Tomado del libro “Enigmas” de José Luis Hernández Chávez. Derechos Reservados)