La portería era lo de menos, un portón de madera y ahí un portero y un centro delantero jugaban al que meta gol se pone. Entonces el delantero un garrincha del barrio hacía magia y el portero se lanzaba por el balón- que en su momento fue hecho con una bola de calcetines viejos- y atrapa el esférico en el vuelo y cae con tremendo raspón que de un salivazo se quita. Lo más un mertiolate en carne viva. Y listo para la otra.
Otras veces el niño ahora Ronaldiño, con una pelota de hule se pone a dominar el balón contra un amigo imaginario y pierde. En una segunda ronda hace trampa y gana, luego no cuenta, el juego queda pendiente para cuando sea grande y juegue contra el América.
Para un partido ya en forma, digamos uno de esos clásicos que se tienen que jugar sí o sí, antes de hacerse viejos todos, de ponernos a jalar y casarnos, o peor aun antes de chingarnos la rodilla, bastan cuatro piedras para que comiences las hostilidades del encuentro.
No siempre gana quien escoge a los mejores elementos, ídolos del barrio, si alguien ve el partido le va a los más jodidos que dejan los pulmones y el corazón en la cancha.
Y que venga el balón hecho pedazos a media altura y lo bajas con el pecho, con la mano y no la vio el árbitro, pateas para adelante porque eres un jugador ofensivo y se la regresas al defensa central que es como un señor que sabes no falla y lo pasa rosando el suelo al mediocampista que pausa el juego para que se incorporen los delanteros, pero nadie se incorpora, entonces la pides. Sabes que si driblas como el Tecala Rodriguez puedes quedar solo con el portero pero no viste, y el árbitro tampoco, la barrida que te levanta del suelo y caes buscando piedras para vengarte del contrincante.
La tarde oscurece y entre las ramas de los árboles se abre paso la luna. Todavía van cero a cero y no se sabe qué equipo pagará las cocas.
Antes de eso se guardaron los recuerdos, la memoria hablará de la vez que perdieron por un gol que no fue, el balón pasó por encima de la piedra, recordarán los chipotes, los raspones y cuando jugaron contra los riquillos de tenis nuevos. Y ustedes todos destartalados, venían de hacer de chalán, de vender chile y nopales, descalzos con la pata gruesa de elefante para quebrar las espinas de los pitayos que bordeaban el campo.
Otros torneos eran las retas con equipos de 4 jugadores. Había verdaderas brazas para mover el balón en corto, porteros con reflejos increíbles para tapar tiros a boca de jarro. Había verdaderos especialistas en campos pequeños que no la armaban en campos reglamentarios.
En una ocasión vino al barrio, pues en las viviendas populares vivía su familia, el famoso jugador del monterrey José Luis Saldivar. Un día salió a echarse una cascarita en nuestra cancha de tierra. En una jugada de esas quedé frente a el, que traía el balón en alguna parte de los pies. Pensé en que si me cubría de gloria y le quitaba el balón, podría después jugar con el Monterrey, mínimo con el Corre. Fue cosa de un segundo. Él adelantó el balón con tal rapidez que no lo volví a ver sino años después.
Aun así pateaste tierra, piedras. Agarrabas vuelo y para que te detuvieras tenía que haber una cerca de alambre. Todos volaban al futuro, el tiempo pasaba en lo que buscabas a quien pasarle el balón. Los porteros eran de rompe y rasga. Salían a rajatabla por el balón, salían a rifarse, el que tenga miedo a caer de ancho que no nazca.
Muchos años después ya siendo ingenieros unos, comerciantes otros como el Coronel Aureliano Buendía, recordarán de la vez que los golearon, de cuando el público quería ver sangre y la hubo, del vidrio encajado en el dedo gordo del pie izquierdo. Y quien sabe.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA