Cuando, después de 25 años de radicar en la ciudad de México, regresé a mi tierra, un amigo, Mariano Reyes, me dijo: Vivir en un país del tercer mundo es una desgracia, pero vivir en la provincia de un país subdesarrollado como México, es como vivir en la edad de la piedra.
Afortunadamente, mi amigo se equivocó.
Viendo el desastre que ha traído consigo la combinación de la tecnología con la estupidización colectiva que agobia a la humanidad de la segunda década del siglo XXI, volver a la aldea incrustada en el bosque, al pie de la naturaleza, en donde aún se pueden escuchar el ruido del viento cundo barre la hojarasca entre los árboles, el rumor del agua de los riachuelos y el canto de los pájaros es una bendición.
La velocidad de las comunicaciones ha achicado al mundo y apresurado el ritmo de la vida, sin embargo, vistas las cosas desde Presitas del Rey de la Divina Pastora, hoy Aldama, Tamaulipas, el planeta se ve todavía inmenso y el quehacer cotidiano transcurre aún con lentitud.
No obstante la cercanía con Norteamérica, aquí hay mucho tiempo aún para vivir, tanto que uno puede darse el lujo de malbaratarlo un poco todos los días y hasta aburrirse sin lamentaciones porque rinde mucho, como en los días de la época de Lucio Anneo Seneca.
Se puede ir tres y hasta cuatro veces a casa, antes del anochecer.
Parece que, con este andar pausado, los habitantes de este villorrio estuvieran oponiendo resistencia a la llegada del futuro que ya convulsiona a las sociedades de los países industrializados y el deseo de disfrutar un poco más de las bondades de esta época que parece condenada a desaparecer, antes de que los desmanes del porvenir que se acerca inexorable y que ya está tocando a la puerta, termine para arruinarlo todo.
Muchas tradiciones y leyendas que, hasta hace unos años todavía, constituían el alma mexicana, ya empiezan a refugiarse en las bibliotecas y a enmudecer en los labios de los pueblos. Se preparan, tal vez, para un largo período de hibernación a esperar a que mañana el futuro posterior al inmediato que ahora nos acecha, le dé la oportunidad de humanizar otra vez, como siglos atrás, la actividad humana
A pesar de la prisa que tiene el futuro de apoderarse del mundo, en muchos pueblos como este, en el que yo nací el primer día de diciembre de 1944, tiene que esperar todavía antes de establecer sus dominios. Nuestro pasado sigue siendo rico y tan poderoso, que no solamente complicará el arribo de la nueva edad, sino que le ha declarado una guerra sin tregua, aunque está visto que se encuentra acorralado y condenado a sucumbir.
Nos esperan tiempos difíciles. Los choques, que ya han empezado a protagonizar en estas tierras, el mundo del mañana avasallador que se cierne ahora sobre nosotros y las tradiciones mexicanas van, lo están haciendo ya, a producir muchas turbulencias y batallas impredecibles.
Quizá, por esa razón, nos asombra tanto la prisa con la que viven los habitantes del primer mundo, la ansiedad con la que la gente va de un lado para otro, la mayoría de las veces sin saber por qué viven tan apresuradamente. Mucho menos por qué, habiendo conocido la complejidad, no alcanzan aún a apreciar la vida sencilla y apacible de los pequeños poblados.
Desde mi aldea no se alcanza a entender por qué los seres humanos de los grandes centros urbanos destruyen sus vidas para conseguir las grandes fortunas que necesitan amasar, sólo para existir sin carencias ni dificultades.
Parece que este afán de poseerlo todo, sin más objeto que disfrutar sin limitaciones el placer de los sentidos y de vivir sin las privaciones materiales impuestas por el patrón de la sociedad de consumo, se ha convertido en uno de los grandes dramas humanos de nuestro tiempo.
Aquí en mi pueblo padecemos muchos problemas del subdesarrollo: pobreza, desempleo, insalubridad, analfabetismo, corrupción, abuso de autoridad y solo unos cuantos tienen acceso a los bienes del lujo y el confort. A causa de las carencias económicas, la gente no puede viajar al extranjero ni comer los manjares que se degustan a diario en los hogares de los Estados Unidos y Europa.
Pero también la marginación y la pobreza tienen su lado amable.
A cambio de las limitaciones materiales y de los males endémicos que nos aquejan, seguimos siendo grandes amigos de la familia y de la vida hogareña. El presupuesto del que disponemos para subsistir es tan precario que no alcanza para costear vicios caros, aunque lo más importante de todo es que disponemos de mucho tiempo para vivir.
No tenemos que esperar a que llegue la jubilación para descansar y hacer las cosas que nos gustan.
Las vicisitudes nos han obligado a vivir todos los días y a toda hora. Acá hay europeos, asiáticos y estadounidenses que adoran a mi pueblo porque el tiempo sobra para vivir y para vivir en paz, a pesar de los problemas sociales y la violencia criminal desatada por el tráfico de drogas en los años recientes.
Algunos de ellos ponderan tanto las ventajas de nuestra vida modesta que casi hacen que nos sintamos orgullosos de nuestro subdesarrollo. La necesidad nos ha obligado a hacer votos de pobreza y esto, de alguna manera, nos ha puesto más cerca del cielo que del infierno.
A dondequiera que nos lleve la tecnología en el futuro, la aldea seguirá siendo nuestro hogar. Cuando los seres humanos viajen por los planetas del sistema solar y luego, que sus naves intrépidas se abran paso por las estrellas de la Vía Láctea, la Tierra será entonces nuestra aldea interplanetaria.
Para mí, sin embargo, junto con el planeta Tierra, el lugar de nuestro origen, nuestras raíces, el sitio que la inteligencia que mueve los hilos del universo nos dio como morada, Presitas del Rey de la Divina Pastora, hoy Aldama, Tam., es y continuará siendo mi pequeña patria y la de mi familia.
(Introducción al libro “Presitas del Rey de la Divina Pastora” de José Luis Hernández Chávez. Derechos Reservados)
POR JOSÉ LUIS HERNÁNDEZ CHÁVEZ
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