Con la nalga izquierda acomodo el cuerpo y me relajo. No es un viaje al centro de la tierra señora, sólo voy aquí al 14. Entonces hubiera agarrado el otro micro- me dice: el que va en sentido contrario. Por cierto ahí viene, ya se le pasó por estar platicando.
Algún día tenía que caer y caigo y no caigo, hasta que me bajo, a veces tendrían que pasar los días para que yo olvide un viaje. Hay asientos suaves y otros blandos. Como quiera siento que voy a pelo de caballo. Uno es feliz, con que le toque asiento, descanso un rato de donde sea que venga, miro ahora a los que bajan y como yo son hijos del mar, navegan o naufragan.
Aquí sentado en este último asiento, el pelo me vuela por un lado, a mí que lo usó por en medio. El microbús lleno cruza esta parte del extenso llano que la ciudad de Victoria con su bandera en la sierra habita. Desde el fondo se perciben todos los colores revueltos cuando el microbús da vuelta.
Desde mero atrás hago señas a alguien para que se siente, pero como ocurre siempre, no me hace caso, prefiere ir en el pasillo estorbando. Me ha tocado que el micro va a tope y hay de todo. A veces se encuentran señores que hace mucho no se veían, se escucha que los chamacos de ellos todos están grandes y sacan puros dieces. Me he propuesto tanto arriba en el micro, abajo de la cama y he comprobado que los reprobados no existen para ningún padre que se topa a otro padre en el micro y que, este sí, por poco tiene a sus hijos en Harvar. A veces es cierto.
Llevo insomnio porque no me he quedado dormido con la monotonía del sonido. De pronto alguien- buscó quién inútilmente- dice que «bajaaaan», muy segura de sí misma, entonces la vemos. Hay vatos a los que no se les pela ninguna.
Si eres atento te enteras de todos los chismes de las señoras que van en el asiento de adelante, pero miras por la ventana los cuartos del centro victorense, las calles rosadas por los colores blancos con ónix y de retache con terracota. Hay colores fuertes sobre pequeñas bardas, luego han pintado de azul el cielo entre un millón de pichones.
Ya nadie mira por las ventanas que no sean las virtuales. Desde afuera este micro bien puede tratarse de una lata gigantesca con llantas que avanza sobre el pavimento sin misericordia, es el que pasa por el bulevar señor, suba rápido.
Una vez olvidé los lentes, de un paso a la nada en el primer escalón cai al suelo. Tuve que levantarme en tiempo récord, chinchero no llevaba cronómetro. Pero antes que eso yo era un simple vagabundo y no un atleta. Subir y todos me miraban, quién sabe cómo le harían porque cuando voltee a verlos miraban hacia otro lado, riendo.
A los machados les he visto caer y levantarse en piloto automático, en pleno vuelo sacar el paracaídas que no abre, escoger el sitio correcto de aterrizaje y salir de entre el monte como si hubiera sido una rutina que allí iban ya por gusto, que habría quién los atendiera, les ofreciera un cafecito y toda la cosa.
Pienso en eso mientras equilibrio al cuerpo al vaivén del cuaco. Tengo listo el freno de mano y el de disco. En la ventana se desató el sol a 39 grados. El micro no se aburre de hacer lo mismo todo el día hasta una mañana cuando voy llegando tarde y se desbarata. Uno que va a saber de mecánica. Atrás viene el otro.
Me aclaro la voz para ensayar el grito con el que digo al chofer que quiero bajarme. No corre prisa, sólo quiero bajarme. Digo en lo que paso entre dos personas a la puerta, desarmados, sin un dedo de más o dos de menos como uno mismo.
Voy cayendo en la cuenta como caigo del micro. La bajada es más fácil si el micro se detiene, sin embargo me ha tocado bajar con el micro en marcha y entonces con la inercia salgo corriendo por la banqueta, paso por la estética, veo un árbol, luego un portón amarillo y acelero perseguido por un perro prieto.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA