20 abril, 2025

20 abril, 2025

Esa muchacha típica y nuestra democracia

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

Fue a inicios de los años setenta. El teatro de La Zarzuela, en Madrid, estaba a reventar. Un joven de 26 años, Joan Manuel Serrat, cantaba ”Muchacha Típica” y al llegar al verso:
“Como su madre es autárquica,/ como su padre es monárquica,/ cada catorce de abril,/
se le resbalan dos lágrimas,/ vueltos los ojos y el ánima/ a las costas de Estoril.”

El público estalló. La mención del 14 de abril —fecha en que se proclamó la Segunda República Española en 1931— encendió un frenesí patriótico. De pronto, surgieron banderas tricolores desde distintas partes del teatro. Todos se pusieron de pie vitoreando a esa república caída, derrotada en 1939 tras la Guerra Civil iniciada por el golpe de Estado encabezado por Francisco Franco.

¡Y cómo no! Aquel verso había sido censurado por el régimen de Franco, quien aún vivía y seguía en el poder. Su gobierno, de corte totalitario, imponía una férrea represión política, censura, persecuciones y una severa limitación de libertades civiles, generando un clima asfixiante de miedo e incertidumbre.

Probablemente esa Segunda República no era la que Serrat tenía en mente, ni muchos de los jóvenes que lo vitoreaban, pues aún no habían nacido cuando fue derrocada. Pero sí sabían —o intuían— que había sido el germen de una España democrática, moderna y
con derechos sociales más amplios. Un intento frustrado por construir un nuevo pacto social.

La II República fue breve, sacudida por polarización ideológica, crisis económica y falta de consensos. El sueño democrático no resistió el asalto militar de 1936.

Hoy, casi un siglo después, esa escena de anhelo reprimido y democracia interrumpida resuena peligrosamente con la realidad de nuestro país.

México ha recorrido un camino tortuoso hacia la democracia. Tras la Revolución, emergió un régimen de partido hegemónico que, bajo una fachada institucional, mantuvo durante décadas un férreo control del poder. El PRI fue árbitro, juez y jugador. Aunque había elecciones, los resultados eran previsibles. La oposición era tolerada, pero acotada. No fue sino hasta finales del siglo XX que se abrió paso un proceso democratizador. Las reformas de los años noventa, la creación de organismos autónomos como el IFE (hoy INE), y la histórica alternancia del 2000 marcaron un hito. Se construyeron instituciones para contener el poder y garantizar derechos. Surgió una prensa más libre, una sociedad civil más activa y un sistema de pesos y contrapesos que, aunque imperfecto, representaba un avance genuino.

Sin embargo, en los últimos años este andamiaje ha comenzado a desmoronarse. En nombre del pueblo, del combate a la corrupción o de la austeridad, se ha promovido una concentración de poder que recuerda peligrosamente al viejo presidencialismo autoritario.

Los organismos autónomos han sido deslegitimados o desmantelados, comenzando por el INE. La Corte Suprema ha sido blanco de presiones. El Congreso ha dejado de ser contrapeso y se ha convertido en oficialía de partes del Ejecutivo. Las reformas legales se aprueban sin debate, y las voces disidentes son tachadas de conservadoras, traidoras o enemigas del pueblo.

Hoy, México corre el riesgo de caer en una democracia solo de fachada: una forma sin fondo, una república aparente, sin separación real de poderes ni instituciones que garanticen derechos ciudadanos.

El proceso recuerda, con sus particularidades, lo ocurrido en la España de los años treinta. La Segunda República fue víctima de su inestabilidad interna, pero también de quienes nunca aceptaron el orden democrático. En México, no ha habido un golpe militar, pero se ejecuta —desde adentro— un desmontaje progresivo de los frenos institucionales que sostienen la democracia.

Y lo más inquietante es que muchos ciudadanos no solo lo permiten, sino que lo celebran. Hastiados de los excesos del pasado, la corrupción y la élite política, ven en el nuevo poder centralizado una forma de justicia. Pero olvidan que ninguna transformación real puede sostenerse en la demolición del Estado de derecho.

La historia muestra que no basta con tener elecciones para ser una democracia. También se requiere división de poderes, respeto a la legalidad, rendición de cuentas, prensa libre y un poder judicial autónomo. Cuando se debilita ese tejido, lo que queda es una república vacía, incapaz de proteger a sus ciudadanos del abuso.

Aquel 14 de abril cantado por Serrat no fue solo una evocación nostálgica. Fue un recordatorio de que la democracia puede perderse —rápido, casi sin darnos cuenta— si no la cuidamos, si no la defendemos, si no entendemos que su fuerza radica en las
instituciones, no en la voluntad de una sola persona, por más popular que sea. Hoy, como entonces, necesitamos levantar la voz.
Porque la pregunta ya no es si la democracia está en riesgo. ¿Haremos algo para salvarla?

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