No supo cómo llegó allí, no había puertas ni paredes, ni cielo ni suelo. No había arriba ni abajo, ni calor ni frío. No era el lugar donde regularmente vivía, no era el cielo de los ángeles ni el infierno de las llamas. No había tronos, ni condenas, ni santos, ni demonios. Solo… él.
—¿Es esto la muerte? —pensó.
Buscó signos, imágenes familiares: un túnel de luz, un juicio final, algún San Pedro con sus llaves o una balanza egipcia pesando su alma. Nada de eso. Tampoco estaba reencarnado en un niño de otra época ni flotando sobre el Ganges. Recordó los paraísos prometidos: jardines con ríos de leche, vírgenes eternas, campos de paz, ciclos de renacimiento. Todos ausentes.
Aquí no había otro que él. Pero no se sentía solo.
Al principio pensó que había sido olvidado que lo habían abandonado. Pero el silencio no lo incomodaba; al contrario, lo cobijaba. Era un silencio lleno. No había nadie, pero tampoco faltaba nadie.
Pronto se dio cuenta de que no estaba solo, sino acompañado… por sí mismo. O mejor dicho, por sus recuerdos. Flotaban con él, no como fragmentos difusos, sino como escenas vivas, reconstruidas con una precisión imposible.
Pudo ver su niñez: el perro que lo seguía a todas partes, el olor del pan recién hecho que su madre sacaba del horno los domingos, el rincón donde se escondía para leer a escondidas bajo la mesa, el olor del café en casa de la abuela.
Recordó su primer amor, torpe e ingenuo, las cartas mal dobladas, los suspiros frente a un teléfono que no sonaba. Vio los rostros de quienes amó, incluso de quienes le hicieron daño. Y lo más extraño: no sentía rencor.
Los recuerdos dolientes aparecieron también: la pérdida de su padre, la traición de un amigo, la noche que pensó que su vida ya no tenía sentido. Pero ahora, al mirarlos, algo había cambiado. No eran heridas abiertas, sino páginas de un libro que al fin comprendía.
—Ah… —susurró—. Por eso fue así.
Era como si en este lugar —donde no hay cuerpo ni tiempo— el alma pudiera ver las cosas desde todos los ángulos. Las razones ocultas, los gestos malinterpretados, las decisiones que parecían errores pero en realidad fueron desvíos necesarios. Todo se mostraba sin máscaras. Y lo aceptaba.
A veces, podía mirar hacia el mundo de los vivos. No como un espectro que vaga con cadenas, sino como quien se asoma a la ventana de su infancia. Observaba cómo las personas vivían atrapadas entre prisa y olvido, buscando sentido en cosas que él ahora veía tan pequeñas. No los juzgaba. Solo los comprendía.
Notó algo curioso: no podía intervenir, ni comunicarse, ni enviar señales. Y aunque eso debería haberle provocado angustia, no la sentía. Solo una leve tristeza, como la que acompaña a una despedida que uno ya ha aceptado.
Le habría gustado decirles a los vivos: no teman tanto, no corran tanto, no odien tanto. Todo tiene sentido al final. Pero entendía que cada uno debía recorrer su propio laberinto. Ese era el destino, recorrerlo, no llegar al final.
Y así pasaba el tiempo —si es que aquí existía el tiempo— rememorando, comprendiendo, habitándose.
Nunca aparecieron otros espíritus. Ni voces, ni presencias. Solo él y su historia. Pero en esa soledad encontraba una compañía más plena que cualquiera que hubiera tenido en vida.
No había castigo ni premio. Sólo una especie de revelación serena. Nadie le decía «estuviste bien» o «estuviste mal». Era él mismo quien, con una paz que nunca había conocido, entendía por fin quién fue.
En una ocasión, al contemplar una tarde de su juventud que le había parecido banal, rió. Recordó el miedo con que enfrentaba la muerte, los libros que leyó, las creencias que adoptó, los dogmas que defendió.
Y entonces, con una mezcla de ternura y melancolía, pronunció en voz baja, como si escribiera un poema para sí mismo:
—Qué extraño viven los muertos…
No lo dijo con pesar. Lo dijo con asombro. Porque entendía que los muertos no están donde los vivos los buscan. No están en tumbas, ni en altares, ni en ideas repetidas. Están en ese otro lugar, sin tiempo ni juicio, donde cada quien se convierte en su propio testigo.
Y allí, en ese espacio donde nadie más llegaba, él vivía. O algo parecido.
No necesitaba nada. Solo seguir recorriéndose.
Y eso, descubrió, era suficiente.
Pero a veces —muy de vez en cuando— sentía un leve deseo: que allá, en el mundo de los vivos, alguien también recordara. Que en algún rincón del tiempo, su risa, una palabra suya, o la sombra de un gesto, tocara a alguien y lo hiciera sonreír.
Entonces comprendía que, aunque los muertos viven extraño, no están del todo ausentes. Siguen latiendo en la memoria de quienes aún no han cruzado. Y eso también era vida.
Quedó en una quietud sin fin, lo envolvió una emoción imposible de describir, como si por fin todo, absolutamente todo, tuviera sentido.
