En tiempos de campañas prolongadas y fronteras porosas, no todo lo que parece amenaza lo es. La carta enviada por el presidente Donald J. Trump a la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, anunciando la imposición de un arancel del 30% a los productos mexicanos a partir del 1 de agosto, podría interpretarse en primera instancia como un acto de proteccionismo comercial agresivo. Pero al leer entre líneas, y sobre todo al observar el contexto histórico de su retórica, emerge una hipótesis más estratégica: el comercio ha sido transformado, una vez más, en palanca de presión para forzar un acuerdo bilateral en materia de seguridad.
Trump no está negociando únicamente con cifras de déficit comercial o catálogos aduanales. Está negociando con la percepción pública de su base electoral, con la crisis del fentanilo como telón de fondo, y con la lógica de transacción total que ha definido su forma de ejercer el poder. La carta, en tono y contenido, se asemeja menos a un documento técnico y más a un memorando de campaña envuelto en retórica diplomática.
Aunque comienza reconociendo la cooperación de México en temas migratorios y fronterizos, el mensaje central es claro: México ha hecho, pero no lo suficiente, y el costo de esa insuficiencia será económico. Sin embargo, lo que se presenta como represalia arancelaria es, en realidad, un mensaje cifrado: Estados Unidos exige resultados más tangibles, más visibles, más inmediatos… y quiere compromisos bilaterales explícitos en seguridad, especialmente en el combate al tráfico de drogas sintéticas.
La mención reiterada al fentanilo no es casual. En un año electoral, este opioide no solo representa una tragedia sanitaria y criminal, sino una poderosa herramienta narrativa: permite culpar a actores externos, concentrar la atención pública y justificar medidas extraordinarias. En este sentido, el arancel propuesto no es un fin, sino el punto de partida para diseñar una nueva arquitectura de cooperación, que probablemente ya se esté negociando fuera de los reflectores.
El problema es el cómo. La estrategia, aunque audaz, carece de fundamentos técnicos. La carta no establece con claridad los mecanismos de aplicación de los aranceles, ni las partidas arancelarias específicas, ni los sectores afectados, ni los criterios objetivos para reducir o eliminar la tarifa impuesta. No se mencionan mecanismos de verificación, ni calendarios de cumplimiento, ni rutas institucionales. En lugar de certidumbre jurídica, se introduce una nebulosa interpretativa que puede congelar inversiones, desincentivar exportaciones e incrementar la volatilidad en las cadenas de suministro binacionales.
Esto genera una paradoja: se exige mayor cooperación contra los flujos ilegales, mientras se debilita la confianza en la legalidad del comercio. Se solicita profesionalismo y eficacia, pero se responde con cartas que mezclan argumentos diplomáticos con lenguaje electoral y emocional. Se amenaza con nuevos aranceles si México responde con medidas espejo, pero se deja una puerta abierta si México “tiene éxito contra los cárteles”, como si la complejidad del crimen transnacional pudiera reducirse a un criterio binario de éxito o fracaso.
Detrás del arancel, entonces, se oculta otro lenguaje: no el de una guerra comercial, sino el de una negociación forzada hacia un nuevo pacto de corresponsabilidad en seguridad regional. Y Trump lo impulsa al estilo Trump: con el caos como método, la ambigüedad como herramienta y el miedo como incentivo.
Esto no significa que el anuncio carezca de consecuencias. La clave, aún por despejar, está en saber si los productos originarios del T-MEC estarán exentos o si el arancel se aplicará de forma generalizada. Hasta ahora, no se ha emitido una orden ejecutiva formal ni se ha publicado ninguna disposición en el Federal Register, lo cual impide considerar esta amenaza como una medida jurídicamente ejecutable. Mientras tanto, algunas empresas perciben inestabilidad regulatoria, y podrían reubicar su producción o moderar sus decisiones de inversión. Pero otras, con análisis más finos, concluyen que si el T-MEC se respeta, la afectación será limitada. Y no solo eso: México podría convertirse en el gran beneficiario, ya que países de Europa, Asia y América Latina sí enfrentarían estos aranceles de forma generalizada, posicionando a México como un nodo estratégico de producción para el mercado estadounidense.
Cuando la política exterior se convierte en espectáculo, el precio lo paga el comercio. Y con él, la economía real de ambos países. Por eso se requiere análisis, serenidad y estrategia.
La relación entre México y Estados Unidos es demasiado compleja, demasiado vital, como para ser reducida a cartas de ultimátum. Es cierto que se necesita mayor cooperación en materia de seguridad, inteligencia y justicia transfronteriza. Es cierto que hay una deuda bilateral con las víctimas del tráfico de drogas y armas. Pero los acuerdos sostenibles no se construyen sobre amenazas, sino sobre diálogo institucional, voluntad política y respeto mutuo.
Por ahora, el mensaje es claro: el arancel del 30% no es un castigo, es una invitación disfrazada de ultimátum. Y detrás del ruido, lo que se busca es firmar un nuevo pacto de seguridad con la bandera del éxito electoral.
Conviene recordar que el verdadero campo de batalla no está en las aduanas, sino en las narrativas. Y quien domina la narrativa, domina la negociación.
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