6 diciembre, 2025

6 diciembre, 2025

Reflexiones desde la docencia en materia de diversidad

Tribuna/Juan Carlos Gómez Palacios

¿Somos las y los docentes agentes de cambio? Me resisto a pensar lo contrario. En el marco de la conmemoración del “Día mundial de la diversidad sexual”, asistí recientemente a la presentación del “Fobiatómetro”, una herramienta pedagógica elaborada de manera colaborativa por estudiantes de la Asociación Plural y la Coordinación de Vinculación e Incidencia del Centro de Estudios Críticos de Género y Feminismos (CECRIGE) de la Universidad Iberoamericana. Este instrumento tiene como objetivo identificar los diversos tipos y niveles de violencia que enfrenta la comunidad LGBTQ+ en el ámbito universitario. Al escuchar la exposición de los fundamentos teórico-metodológicos y los testimonios que respaldan el diseño de esta herramienta, reflexioné acerca de los retos que afrontamos quienes nos desempeñamos como docentes para garantizar una educación con enfoque de derechos humanos y con perspectiva de género.

A continuación, comparto algunas consideraciones que ⎯lejos de pretender ser prescripciones pedagógicas⎯ surgen de mi experiencia como profesor universitario y que podrían resultar pertinentes para otras y otros docentes, siempre con las adaptaciones necesarias a sus respectivos contextos y niveles educativos. Cabe señalar que decidí usar el verbo “incomodar” porque considero que el aprendizaje surge cuando se cuestionan las certezas y se confrontan los prejuicios. Incomodar el aula implica abrir espacios para el diálogo honesto, la autocrítica y la reflexión colectiva, aun cuando esto signifique enfrentar resistencias o tensiones. Sólo así es posible transformar el aula en tiempos en los que la discusión sobre la diversidad a nivel global es un tema en cuestión por el auge de nuevos nacionalismos y conservadurismos que buscan homogeneizar identidades y limitar derechos. Incomodar el aula se vuelve entonces un acto político y pedagógico imprescindible para resistir estas tendencias y encaminarse hacia la construcción de sociedades más justas y plurales.

Mirar críticamente nuestra propia práctica para hacer del aula un espacio seguro
Hay estudiantes de la diversidad sexual que —debido a los contextos sociales en los que se desenvuelven diariamente— encuentran en la escuela el único lugar donde pueden sentirse protegidos y valorados. Si ese espacio tampoco les brinda seguridad, se pone en riesgo su bienestar emocional, su desarrollo integral y su motivación para aprender.

Según datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), entre 2016 y 2022, la conducta suicida en jóvenes mexicanos aumentó hasta un 20%, aumentó hasta un 20% y más de la mitad de los intentos de suicidio en jóvenes LGBTQ+ no son reportados ni reciben atención adecuada. Esto indica que un sector de la población infantil, adolescente y/o joven es vulnerable al suicidio como consecuencia del impacto emocional generado por el estigma y los prejuicios sociales relacionados con su orientación sexual, expresión y/o identidad de género. Derivado de lo anterior, es fundamental que la o el docente convierta el aula en un espacio propicio para la libre expresión de la diversidad sexual, implementando estrategias pedagógicas inclusivas que permitan visibilizar y valorar las diferencias, así como prevenir la discriminación y el acoso escolar.

Considero imprescindible que la enseñanza en sí misma sea una estrategia de construcción de paz y no de exclusión. Eso significa que en ninguna circunstancia la figura docente puede ser cómplice o victimario de las formas de opresión que tienen lugar al margen de la escuela. Como señala Dussel, “la escuela debería ser el espacio de lo difícil pero importante”. Entiéndase esto como que el quehacer de enseñar no debe ser reducido a la realización de tareas o actividades enfocadas a crear ambientes propicios para el aprendizaje y la producción de conocimientos disciplinarios específicos; debe ser en sí un acto político que contribuya a iluminar el camino de quienes en otros espacios son forzados a vivir con miedo y/o vergüenza, entre las sombras y en silencio. Estoy convencido de que no se pueden enseñar contenidos en el aula sin considerar el peso emocional y social que los estudiantes llevan consigo.

El respeto es clave para construir aulas seguras, pero también el valor de cuestionar y discutir las prácticas cotidianas que contradigan ese respeto. Respetar la diversidad sexual no debe interpretarse como sinónimo de indiferencia o de silencio, al contrario, el silencio puede contribuir a perpetuar exclusión. Por eso, las y los docentes tenemos la responsabilidad de “mover el avispero”. Con esta expresión me refiero a provocar e incomodar el aula a través de incorporar discusiones fundamentadas en materia de género y diversidad sexual. Si el salón de clases no es el lugar para cuestionar y repensar las nociones y representaciones que tanto el estudiantado y el cuerpo docente tienen sobre el cuerpo y la sexualidad, ¿qué espacio queda para desafiar los prejuicios que generan sufrimiento y exclusión en quienes no se ajustan a un modelo de vida heterosexual?

Ante esta interrogante, considero que, si queremos ser docentes que “muevan el avispero”, quizás podríamos comenzar por: 1) incorporar en el currículo actividades y debates que cuestionen estereotipos de género y sexualidad; 2) crear ambientes de confianza para la expresión de dudas y experiencias sin temor al juicio; 3) utilizar materiales didácticos que reflejen la diversidad sexual y de género; 4) promover la reflexión crítica sobre los prejuicios sociales y culturales presentes en la comunidad escolar y, sobre todo; 5) intervenir ante cualquier manifestación de discriminación o violencia por motivos de orientación sexual o identidad de género.

También es posible que, al “mover el avispero”, encontremos estudiantes incómodos o resistentes a reconocer orientaciones y/o identidades diversas. Ante ello, la labor docente no es confrontar ni ignorar el conflicto, sino abrir espacios de reflexión crítica donde se dialoguen las diferencias sin vulnerar derechos. Negociar significa escuchar y educar en el respeto, dejando claro que la inclusión no es opcional, sino una condición indispensable para la convivencia y el aprendizaje. Aunque es necesario atender las inquietudes del grupo, la prioridad ética es garantizar un ambiente donde la diversidad se reconozca y valore, gestionando la intolerancia como una oportunidad pedagógica para el crecimiento colectivo.

Garantizar el derecho a la identidad y autoafirmación del estudiantado
Independientemente de nuestras creencias, nivel de consciencia o preferencias personales, las y los docentes somos sujetos socializados en contextos heteronormados. Como refiere Lamas, a consecuencia de nuestra interacción en estos entornos culturales, hemos aprendido a interpretar y nombrar el cuerpo, las relaciones afectivas y la sexualidad desde marcos de referencia tradicionales y, a menudo, excluyentes. Aunque en principio no somos responsables de los valores y prejuicios heredados de nuestra cultura, es importante reflexionar críticamente sobre estos aprendizajes y transformarlos en el ejercicio de nuestra labor educativa, reconociendo la diversidad sexual y de género como un derecho fundamental del estudiantado.

Es común que las y los docentes hagamos atribuciones basadas en supuestos sobre la expresión biológica del estudiantado, estableciendo de manera automática un binarismo de género y, a partir de ello, una orientación sexual predominantemente heterosexual. Este enfoque conlleva la presunción de que las y los estudiantes seguirán un modelo normativo de vida que incluye el matrimonio y el ejercicio de roles parentales tradicionales. No obstante, resulta imprescindible cuestionar y desnaturalizar estas atribuciones en nuestras prácticas pedagógicas, dado que tales suposiciones no reflejan la diversidad real de identidades, orientaciones y proyectos de vida del estudiantado. Aunque estas atribuciones no siempre se hacen deliberadamente, exponemos al estudiantado a situaciones incómodas en las que quizás deben ocultar o negar aspectos de su identidad y sexualidad para evitar la burla, la discriminación o la presión de revelar aspectos personales que no desean compartir.

Por otro lado, con frecuencia observo a colegas que manifiestan reticencia para reconocer y respetar la identidad de estudiantes transgénero y/o transexuales, así como de personas con corporalidades no binarias; es decir, aquellas cuyas expresiones de género no se ajustan a los roles tradicionales de lo masculino y lo femenino. Esta resistencia se manifiesta, por ejemplo, en la negativa a nombrar a dichas personas por su nombre o pronombre de elección, o en la falta de uso de un lenguaje inclusivo. Dicha postura suele sustentarse en argumentos que van desde el deseo de respetar el nombre oficial registrado en las instituciones educativas o el “respeto a la biología”, hasta preocupaciones relacionadas con la confusión que, según sus interlocutores, genera la aparición de nuevas categorías identitarias que anteriormente no se consideraban existentes. Sin embargo, tales justificaciones no sólo desconocen el derecho fundamental que las identidades y corporalidades diversas tienen en México a ser reconocidas y respetadas en las distintas esferas de la vida social, sino que también perpetúan la exclusión y la discriminación dentro del ámbito educativo.

La proliferación de nuevas categorías para nombrar la diversidad sexual responde a la necesidad de visibilizar la heterogeneidad inherente a la condición humana. El hecho de que estas construcciones categóricas no figuraran en épocas anteriores no implica su inexistencia ontológica, sino más bien la insuficiencia de reconocimiento y conceptualización social de las mismas. Por tanto, quienes hacemos estudios con perspectiva de género coincidimos en que “lo que no se nombra, no existe”. En consecuencia, negar el derecho de autonombrarse o expresarse en el aula a estudiantes con corporalidades, identidades o sexualidades diversas equivale a negar o anular su existencia.
No se espera que como docentes conozcamos exhaustivamente todas las categorías ni que dominemos el lenguaje inclusivo en toda su extensión. La intención debería ser comprender ⎯en primer lugar⎯ que tanto las categorías como los cambios en el lenguaje son reflejo de una sociedad que es diversa y cambiante en el tiempo. En segundo lugar, hay que reconocer que estas herramientas son útiles y necesarias para quienes buscan nombrarse y visibilizarse, y no para satisfacer prejuicios o principios morales ajenos a la realidad vivida. Finalmente, a pesar de las dudas o temores que puedan surgir frente a estas iniciativas, se asume que los esfuerzos relacionados con el reconocimiento de la identidad, en el marco de la diversidad, superan los desafíos que conlleva; ya que facilitan la creación de espacios inclusivos que contribuyen en la promoción del bienestar, la igualdad, la autoestima y el desarrollo integral del estudiantado y, en general, de todas las personas que conforman las diversas comunidades educativas.

Actualizar y formar en materia de diversidad sexual y de género

Es imposible generar incomodidad en el aula si la o el docente carece de la capacidad de incomodarse a sí mismo. Este proceso de autoexamen crítico es indispensable para fomentar un ambiente educativo transformador. En este sentido, la actualización y la capacitación docente se presentan como herramientas fundamentales, no únicamente para incorporar nuevos conocimientos, sino para propiciar una deconstrucción profunda de las concepciones previas. Para que dichos procesos sean efectivos, es importante cultivar un espíritu crítico que como docentes nos impulse a poner en duda nuestras propias nociones de verdad, evitando caer en la complacencia o el dogmatismo. Así, la actualización y capacitación docente en materia de diversidad sexual debe asumirse como un compromiso ético, que trasciende el cumplimiento administrativo, y que implica una resignificación profunda tanto de nuestra visión, frecuentemente sesgada, como de nuestras prácticas pedagógicas. Solo en el diálogo es posible hacer consciente lo que no se nombraba o reconocía.

La docencia ha sido una actividad profesional cargada de responsabilidades sociales que usualmente se asume con compromiso y ética. No obstante, eso no nos exime de que, en ocasiones —directa o indirectamente— seamos cómplices o victimarios de la violencia contra la diversidad sexual. Estas prácticas usualmente se manifiestan en la omisión, en la reproducción de estereotipos o en la falta de intervención ante conductas discriminatorias dentro del aula y la institución educativa. Por ello, la actualización y capacitación docente en materia de diversidad sexual y de género deben ir más allá de la adquisición de información o la asistencia a talleres aislados. Es un proceso continuo de aprendizaje, reflexión y transformación personal que exige reconocer nuestras propias limitaciones, desinformaciones y prejuicios.

Además, esta actualización debe estar acompañada de espacios institucionales que respalden y fortalezcan las prácticas inclusivas, garantizando que las políticas educativas contemplen la diversidad sexual como un eje transversal y no como un tema aislado o eventual. La formación docente debe incluir contenidos actualizados, basados en investigaciones rigurosas y en las voces y experiencias de la comunidad LGBTQ+ para evitar la reproducción de discursos estigmatizantes. Y es que ser docentes ⎯o agentes de cambio⎯ implica asumir la incomodidad como un proceso continuo de la experiencia educativa. Incomodarnos a nosotros mismos para incomodar el aula, para abrir diálogos que promueven enfrentar conflictos necesarios, para cuestionar estructuras y prácticas que perpetúan la exclusión. Sólo así podremos contribuir a la construcción de espacios educativos seguros, respetuosos y transformadores, en los que la diversidad sexual sea reconocida, valorada y celebrada como parte fundamental de la riqueza humana.

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