5 diciembre, 2025

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Los abuelos olvidados

RAZONES/ MARTHA IRENE HERRERA

Desde que el programa Mujeres Bienestar fue implementado en el actual sexenio federal recibió muchos aplausos por la gran cantidad de mujeres que han comenzado a recibir apoyos sociales de 3 mil pesos bimestrales. Sin embargo, la noticia también trajo desánimo y hasta indignación entre los varones que quedaron excluidos.

Los programas sociales para adultos mayores no son nuevos, ni fueron creados ni en este ni en el anterior sexenio federal. Su origen se remonta al gobierno de Vicente Fox, cuando nació el Programa de Atención a los Adultos Mayores. Estaba dirigido a personas de 60 años en adelante, principalmente en comunidades rurales con alta marginación, y representó un primer paso para reconocer la vulnerabilidad de este sector.

Felipe Calderón dio un giro y lo rebautizó como 70 y más, ampliando su cobertura y formalizando los pagos bimestrales. Aunque con mayores recursos, mantenía restricciones: la edad mínima aumentó y los beneficiarios no podían recibir otra pensión pública.

En el sexenio de Enrique Peña Nieto, el esquema cambió de nuevo. Se llamó Pensión para Adultos Mayores y bajó la edad de ingreso a 65 años. Este ajuste permitió que miles de personas, hombres y mujeres, accedieran antes a un apoyo que, aunque modesto, representaba un respiro en su economía.

Andrés Manuel López Obrador heredó este programa y lo transformó en un derecho constitucional. Inicialmente subió la edad mínima a 68 años —salvo para comunidades indígenas, donde se mantuvo en 65—, pero posteriormente homologó el requisito a 65 para todo el país. La diferencia fue el incremento sustancial del monto, que pasó a 6 mil pesos bimestrales en 2024.

La novedad con Claudia Sheinbaum llegó en campaña, cuando prometió ampliar la cobertura a personas de 60 a 64 años. El matiz —y el debate— surgió al especificar que solo se incorporaría a las mujeres. La medida, presentada como un avance en la equidad, dejó fuera a más de dos millones de hombres de ese rango de edad, según datos del INEGI.

Estos hombres, muchos de ellos desempleados, enfermos o sin redes de apoyo familiar, enfrentan las mismas carencias y vulnerabilidades que sus pares femeninas. Sin embargo, la política pública les cerró la puerta con un criterio basado únicamente en el género.

En una época en la que se presume luchar por la igualdad, esta exclusión obliga a preguntarnos: ¿qué tan coherente es un discurso que defiende derechos universales pero aplica beneficios selectivos? ¿Acaso la necesidad y la pobreza tienen sexo?

Más incómoda aún es la pregunta contraria: ¿qué habría pasado si un presidente hubiera hecho lo opuesto, entregando el apoyo únicamente a varones? La reacción habría sido inmediata: manifestaciones, críticas y señalamientos de discriminación. Pero cuando el sesgo es hacia los hombres, el debate se diluye, casi se normaliza.

La igualdad auténtica no puede depender del cálculo electoral ni de criterios de simpatía política. Una política pública que discrimina, aunque sea con la intención de “corregir desigualdades históricas”, corre el riesgo de crear otras nuevas.

Si los tiempos evolucionan, también deberían evolucionar las políticas públicas. El México del siglo XXI no puede seguir administrando derechos con base en distinciones que la propia Constitución prohíbe. Los adultos mayores, hombres y mujeres, son parte del mismo país, han contribuido con su trabajo y merecen el mismo respeto y apoyo.

El gobierno es para todos, no para unos cuantos. La verdadera justicia social se mide cuando ningún ciudadano queda atrás, y eso implica diseñar programas que incluyan, no que excluyan. En un país que aspira a la igualdad, no hay espacio para beneficios condicionados al género. Porque si de verdad queremos un México más justo, la política social debe dejar de mirar la credencial y empezar a mirar a la persona.

Por. Martha Irene Herrera.

Contacto: madis1973@hotmail.com

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