Estamos en la temporada de la canícula, ese periodo del año en el que el calor no solo se siente, se sufre. La humedad se pega a la piel, el sudor resbala por todos lados y los aires acondicionados y abanicos tienen que trabajar horas extra para que la vida dentro de casa y oficina, no sea una tortura.
Y digo esto porque pocos castigos son peores que un apagón en pleno calorón: abrir las ventanas para que entre más calor que aire, echarse aire con un cartón como si fuera 1980, o bañarse cuatro o cinco veces al día para no derretirse.
En esas circunstancias, uno recuerda que la Comisión Federal de Electricidad se autodenominó desde 2009 —en tiempos de Felipe Calderón— como una “Empresa de Clase Mundial”.
Un lema que, cuando te cortan la luz, más que orgullo parece sarcasmo.
Llamas al 071, haces el reporte. Te dicen que “en breve irá una cuadrilla”. Pero el “en breve” puede ser horas, o puede que nunca. Y cuando por fin vuelve la energía, ya se echó a perder algo del refrigerador, algún electrodoméstico murió, o tú ya tuviste que meter a bañarte otra vez.
¿Colapso anunciado?
Lo que estamos viviendo no es casual.
Desde hace más de una década, la CFE arrastra problemas: infraestructura obsoleta, redes saturadas, falta de inversión y decisiones políticas que la han ido debilitando.
Su colapso no ocurrió de la noche a la mañana. Empezó a fraguarse desde 2017, y hoy lo sentimos con apagones diarios, sobre todo cuando hay olas de calor o picos de demanda.
El crecimiento poblacional, la expansión urbana y la digitalización han hecho que la demanda eléctrica crezca más rápido de lo que la CFE puede sostener. Y en lugar de apostar por energías limpias y modernas, se ha optado por plantas contaminantes, caras e ineficientes.
Y mientras tanto, ¿qué pasa con los usuarios?
Padecen. Y lo peor: pocos saben que sí tienen derecho a reclamar daños por los apagones.
Pueden documentar los desperfectos, presentar una queja formal ante CFE y, si no hay respuesta, acudir a PROFECO o incluso iniciar un juicio de responsabilidad patrimonial del Estado. Porque sí: el Estado debe responder cuando su negligencia afecta a sus ciudadanos.
Pero en este escenario de apagones y calor abrasador, no todo se le puede cargar a la CFE, aunque su “clase mundial” nos quede a deber.
También hay una parte que nos toca como sociedad: ser conscientes del momento climático que vivimos, entender que la energía no es infinita, y que no podemos seguir actuando como si nada.
El planeta nos está hablando con olas de calor históricas, y mientras esperamos políticas públicas serias, hay pequeñas acciones con impacto: desde revisar el consumo en casa, exigir energías limpias y sostenibles, hasta participar más activamente en las decisiones que nos afectan.
Porque si de algo estoy segura, es que no podemos quedarnos cruzados de brazos, echándonos aire con un cartón, esperando a que llegue la cuadrilla… o el milagro.
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