Raúl tenía treinta y cuatro años y una rutina tan fija como un reloj. Antes de dirigirse a la oficina, pasaba por la cafetería de siempre, aquella en la que el aroma del café recién molido se mezclaba con el crujido de panes aún tibios. Ese día, sin embargo, algo se quebró en la monotonía.
Ella apareció. Una joven de rizos dorados y rebeldes que parecían danzar con la luz; en su rostro habitaba una frescura serena, como si el tiempo se hubiera detenido justo en el instante en que la juventud se convierte en hechizo. Llevaba la jarra de café con naturalidad. Raúl quedó prendado, embobado, y al acercarse, una sonrisa inesperada lo atravesó como un relámpago en medio de la tormenta. Sintió una descarga que le recorrió la columna vertebral hasta los talones, dejándolo inmóvil, incapaz de hablar.
Ella llenó su taza con calma, como si no hubiese nada extraordinario en el aire, y con delicadeza dejó la carta del desayuno sobre la mesa. —Regreso en un minuto, le dejo la carta —dijo, y su voz acompañó la sonrisa con la suavidad de una melodía breve. Raúl hubiera querido detenerla, decirle que no se marchara, que se quedara allí con él, que se sentara a su lado para prolongar el instante. Pero nada en su cuerpo obedeció a ese deseo. Solo alcanzó a mirarla alejarse, con la torpeza de quien pierde algo sin haberlo tenido. Tuvo novias, relaciones pasajeras correctas, agradables, pero nunca avasalladoras.
Y ahora, frente a una desconocida que servía café en una cafetería cualquiera, se encontraba desarmado, rendido ante la certeza de que algo en su vida acababa de cambiar. En adelante, Raúl comenzó a llegar más temprano a la cafetería. Ya no pedía solo un café con pan: siempre ordenaba un desayuno completo, como pretexto para permanecer más tiempo allí, aunque en realidad lo que buscaba era estar cerca de Dalia. La observaba en silencio, mientras ella se movía con gracia.
Era amable con todos, con esa sonrisa que iluminaba lo cotidiano. Se dio cuenta que los jueves un grupo de hombres se reunía en una mesa grande, ruidosos, celebrando cualquier pretexto. Cuando alguno cumplía años, llevaban pastel y pedían expresamente que Dalia se pusiera una flor que ellos traían, algo que a él le causaba una gran molestia.
Ese detalle le calaba hondo. Verla con aquella flor en el cabello —puesta a petición de otro— despertaba en él un sentimiento nuevo, celos que lo sorprendían y enfurecían. Una de esas mañanas, cuando Dalia volvió a su mesa a rellenarle la taza de café después de atender al grupo, Raúl no pudo contenerse. —¿Por qué te pones la flor que te dan ellos? —preguntó con un tono disfrazado de curiosidad, aunque la inquietud se notaba en sus ojos.
Dalia, sin perder la calma, le respondió con naturalidad: —Porque alguno de ellos cumple años. Es su manera de festejar. Luego, mirándolo con picardía, añadió: —¿Y cuándo es tu cumpleaños? Raúl se lo dijo casi con timidez. Ella abrió los ojos con un gesto de sorpresa y le regaló esa sonrisa que lo desarmaba por completo. —¡Pues ya va a ser en una semana! —exclamó. Raúl no dijo más. Se sintió expuesto, vulnerable, como si ella hubiera leído en su silencio lo que él no se atrevía a confesar. Lo avergonzaba, pero en el fondo deseaba que se diera cuenta. Llegó el día de su cumpleaños.
Como era jueves, el grupo ruidoso ocupaba su mesa de siempre, celebrando con risas y canciones improvisadas. Trajeron pastel, vino barato y, como siempre, una flor para Dalia. Ella se la colocó en el cabello y posó sonriente junto al cumpleañero del grupo. Las fotos se multiplicaban, los aplausos retumbaban, y Raúl, en su rincón, sintió una punzada amarga.
“Ya lo olvidó”, pensó, “nunca se va a dar cuenta”. ¿Qué podía esperar él, un cliente más, frente a la algarabía de tantos? Se resignaba a la decepción cuando la vio apartarse del bullicio. Caminaba hacia él con una determinación distinta. No había en su rostro la sonrisa de protocolo, sino un silencio lleno de significados.
Frente a su mesa, y sin decir palabra, se quitó la flor del cabello. La dejó sobre la mesa, entre la taza de café y el plato vacío. Entonces lo miró. Su sonrisa brotó como un relámpago, luminosa y única. No era para las fotos ni para los gritos de aquel grupo: era solo para él. No había olvido. Había un mensaje.
Ese gesto era un regalo más profundo que cualquier palabra: la confirmación de que ella había visto lo que él callaba, de que había elegido responderle sin testigos, sin rodeos, con un símbolo que lo derribaba todo. Y en ese instante, la sonrisa se acompañó de una mirada tierna, acariciadora, que parecía decirle sin pronunciarlo: “esto es solo para ti”.
La alegría lo invadió, como si hubiera esperado toda su vida ese momento sencillo y definitivo. Raúl ya no fue el cliente rutinario; lo transformó la certeza de que ella se había dado cuenta.




