En los últimos años hemos escuchado cifras que parecen alentadoras: según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), entre 2018 y 2024 el ingreso promedio mensual de los hogares mexicanos aumentó más de 3,500 pesos, un crecimiento real de casi 16 %. La lectura inmediata es optimista: los hogares tienen más recursos y, por lo tanto, la pobreza ha disminuido.
Pero esta visión luminosa se enfrenta a otra, más sombría. Las Cuentas Nacionales del INEGI —el sistema que registra el valor de todo lo que produce la economía, cómo se distribuye y en qué se gasta— muestran que, en el mismo periodo, el ingreso promedio real cayó 1.4 %. Traducido a pesos, no hubo ganancia sino un retroceso. Per cápita, el crecimiento fue apenas del 5.8 %, muy por debajo del 24.2 % que presume la ENIGH.
Las Cuentas Nacionales son la “contabilidad” del país: integran producción, consumo, inversión, exportaciones e importaciones, y de ahí derivan indicadores como el PIB o el ingreso nacional. Su objetivo es dar una visión coherente de la economía en su conjunto, no de hogares individuales. Por eso, cuando se comparan con los datos de la ENIGH, que dependen de lo que las familias reportan en una encuesta, surgen discrepancias importantes.
El análisis de esta contradicción apareció en el artículo “La doble vida del ingreso y la pobreza en México”, escrito por Gerardo Leyva Parra, quien trabajó cerca de tres décadas en el INEGI en áreas de investigación, y publicado en la revista Nexos el 26 de agosto de este año.
Estamos entonces ante una paradoja: dos fuentes oficiales que hablan del mismo país pero cuentan historias distintas. Y no es un detalle menor. De cada 100 pesos de incremento reportado por la ENIGH, solo 24 serían reales; el resto proviene de mejoras en la medición —menos subreporte, mejor cobertura— y no de un verdadero aumento en la capacidad de compra de los hogares.
¿Qué implica esto para la política pública? Si se toma como referencia únicamente la versión optimista, los gobiernos pueden caer en la complacencia. Podrían pensar que los programas sociales ya son suficientes, cuando en realidad el ingreso disponible de millones de familias apenas se ha movido. Esa ilusión estadística se convierte en un espejismo que distorsiona las decisiones de gasto, inversión y diseño de políticas.
No se trata de negar los avances que la ENIGH muestra en la reducción del subreporte o en la caracterización de los hogares. Esa información es valiosa para saber cómo viven y cuáles son sus carencias. Pero confundir una mejora metodológica con un incremento real del ingreso es peligroso. Puede llevar a sobreestimar el impacto de los programas sociales y a ignorar la necesidad de un crecimiento económico más vigoroso.
La verdad incómoda es que el país sigue atrapado en un círculo de bajo crecimiento. Las transferencias alivian la pobreza extrema, pero no sustituyen la creación de empleos formales y bien remunerados. Un México que reparte sin crecer solo gana tiempo; no transforma de fondo las condiciones de vida.
El contraste entre ENIGH y Cuentas Nacionales también abre un debate técnico. Durante años, la encuesta captó apenas el 42 % del ingreso total que registran las cuentas macroeconómicas; en 2024 esa brecha se redujo a 46.6 %. ¿Por qué? En buena medida porque la encuesta mejoró su cobertura, no porque la economía haya dado un salto. Es un avance en la medición, sí, pero no necesariamente en la realidad material de los hogares.
También está la dimensión de la confianza en las cifras. Cuando las estadísticas se usan para discursos triunfalistas, corren el riesgo de ser vistas como propaganda. La legitimidad de la política social se erosiona si lo que dicen los datos no coincide con lo que la gente vive. Esa discrepancia alimenta la desconfianza.
En el plano internacional, organismos como la OCDE o el Banco Mundial suelen preferir indicadores consistentes con las Cuentas Nacionales. México corre así el riesgo de enviar señales contradictorias: hacia dentro, un país en progreso; hacia fuera, un país estancado. Esa “doble vida” complica la comparación internacional y limita la credibilidad de nuestros avances.
El debate de fondo no es solo técnico, sino político y ético. ¿Queremos usar las estadísticas para construir una narrativa de éxito o para reconocer con honestidad la magnitud de los retos? Un país que se engaña con números complacientes corre el riesgo de desarmarse frente a la realidad. La pobreza no se combate con narrativas, sino con crecimiento sostenido, empleos dignos, educación de calidad y políticas redistributivas eficaces.
El reto es doble: mejorar la medición del ingreso —como propone Leyva Parra—, pero sobre todo transformar la economía para que esas cifras reflejen un bienestar tangible. Solo así la disminución de la pobreza dejará de ser un dato en una encuesta y se convertirá en un cambio real en la vida de las personas.




