Históricamente, los congresos (a nivel federal, como local) suelen ser ubicados por los zafarranchos, por la impresentabilidad de sus integrantes o, lamentablemente, por la percepción de inutilidad que tiene de ellos la sociedad.
Y no es para menos, la realidad es que, en los últimos años, los poderes legislativos, se han convertido, en muchas ocasiones, en circos donde los espectáculos suelen ser muy deplorables. Sin embargo, aún y a pesar de todo esto, son instituciones de vital importancia para el funcionamiento de nuestro país.
Tal vez una de las lecciones más importantes que recibí a nivel profesional fue que toda aquella persona que aspire a ser un buen abogado, en algún momento de su vida profesional debe pasar por el Congreso.
Para nosotros, quienes ejercemos el derecho los Congresos tienen una especial relevancia; es aquí donde nace uno de los principales sustentos de nuestra profesión: las leyes que son, por excelencia, el objeto de estudio del derecho.
Así las cosas, la integración de las legislaturas suele ser algo muy particular; encontramos desde académicos, maestros, médicos, representantes sindicales, artistas y demás; esta situación, en muchas ocasiones, suele ser benéfica desde el punto de vista multidisciplinario pero también, tenemos la otra cara de la moneda, donde en algún momento del ejercicio de su función, el desconocimiento suele pasar factura a las y los legisladores.
Y aquí es donde inicia el problema de la mal llamada “eficacia legislativa”; muchas diputadas y diputados llegan a sus curules con una idea muy alejada de las implicaciones de su cargo y, sobre todo, con una intención desproporcionada de “verse productivos”.
Es decir, muchos de los legisladores durante su encargo llegan a la equivocada y errónea conclusión de que su productividad legislativa es directamente proporcional a la cantidad de iniciativas presentadas durante su encargo. Nada más alejado de la realidad.
Y lo podemos resumir de una simple manera: cantidad no es sinónimo de calidad, o de necesidad.
Es posible que las intenciones de nuestros legisladores sean buenas y nobles, sin embargo, muchas de las ocasiones las acciones legislativas producidas suelen ser innecesarias, inútiles o notoriamente improcedentes.
Es así que, deberíamos entonces cambiar el chip y entender que la eficacia legislativa debe medirse con los efectos positivos de las iniciativas que verdaderamente se traduzcan en beneficios para las y los gobernados.
Y tenemos por ejemplo a Tamaulipas; de nada sirve que un legislador presente más de 500 iniciativas en durante su encargo, si más de la mitad le fueron dictaminadas improcedentes o sin materia; y las restantes solamente se convirtieron en letra muerta.
Luego entonces, insisto, la eficiencia legislativa debe ser cuantificada y medida proporcionalmente a los beneficios que estas propuestas traigan a la sociedad.
Y quiero ser muy enfático: tampoco podríamos medir la eficacia legislativa con la aprobación de iniciativas, pues, como sabemos, también esto es un medio de represión política; es decir, pasa muy seguido (más de lo que creen) que las iniciativas de la oposición son bloqueadas aun y cuando sean buenas propuestas (quien sabe por que…)
Solo por mencionar un ejemplo: no es lo mismo aprobar 10 Puntos de Acuerdo que exhorten a los Ayuntamientos a hacer cosas que, por mandato de Ley deben hacer, a aprobar una iniciativa de reforma que establezca un beneficio fiscal para determinado grupo en situación de vulnerabilidad.
Es momento de entender que los congresos deben ser espacios donde se generen acuerdos o cuerpos normativos que tengan un impacto positivo directo en la sociedad; donde nazcan leyes que en verdad se conviertan en beneficios para las y los gobernados.
Ya basta de ocurrencias y de letra muerta; que la eficacia sea sinónimo de beneficios para la gente y no de estadísticas sin sentido.
POR JOSUÉ SÁNCHEZ NIETO




