A la memoria de Don Pancho Rosales y Doña Paulina Lugo.
Leí del filósofo Leucipo; “Que la muerte no existe porque en cuanto existimos no morimos y cuando morimos dejamos de existir…”, en esa aparente paradoja se trasmina el espíritu del ser mexicano que celebra, al fin una fiesta dulce y de color a la Muerte, la Señora Catrina que en su elegancia enlaza la ironía y el furor, esto es, el amor compás de baile de alcurnia y barrio, en cuyos atuendos el festejo se prolonga por sus colores que avispan nuestros ojos y oídos y nos hacen reír. “Reír a carcajadas” como diría un cantante popular.
Vivir los Días de Muertos es una experiencia de lo estético en los sitios más significativos de México. Fortuna la mía que por razones de trabajo, he “vivido” esas gratas experiencias en los lugres protagonistas de nuestra tradición de color y dulzura del amor a la muerte que nos confiesa como mexicanos “al grito de guerra.” La muerte une sentimientos de alegría que se embalan en el sincretismo religioso plataforma de nuestra cultura de raíz, árbol genealógico de sueños e imaginación de arte y cultura ancestrales.
La muerte es la compañía de la vida sin final, cuando termina una comienza la otra en un ciclo de la experiencia humana donde la fe y la creencia en el más allá se presentan en la vida diaria, en el pensamiento de nuestros artistas y poetas que calan nuestros sentimientos, que abordan la belleza de nuestras vivencias, la locura de nuestros pensamientos sedimentos de la creación.
la existencia así, se reduce a la geografía de la muerte plasmada en todos los tiempos del hombre a través del arte, el testimonio que nos ofrece el recorrer de nuestras vidas a través de los tiempos. La muerte nos acompaña, como el espejo detrás de nuestras vidas.
La condenada muerte también nos soporta tras su propio espejo. Estar en los sitios en que la fiesta de los muertos es el encanto de nuestro pasado es vivir la experiencia de morir por el amor y festejar la muerte en la columna vertebral de nuestra cultura.
Impactante observar y deleitarse con la Coatlicue, que Justino Fernández la descifra como si se tratara de un código visual en la extraordinaria escultura en el Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México.
Paradoja, en un país en que celebramos todos los días a los muertos. Si los muertos en las ciudades, en las sierras, en todo lugar como si se tratara de un ejercicio social. Ver la muerte en las calles y ciudades es mirar a un espejo muerto, resquebrajado por la injusticia y la omisión.
Pero la muerte es un culto estético, arraigado a nuestros huesos y que calienta el amor por la vida y el transitar de existencia que narra y desfila con sus resonantes esqueletos por los callejones y avenidas de México.
Celebración sincrética, lo pagano y lo espiritual
Nuestros poetas han cantado a la muerte como José Gorostiza en su esplendoroso poema de -Muerte Sin Fin- ; “que nada más absorbe las esencias y se mantiene así, rencor sañudo, una exquisita, con su dolor estéril, sin alzar entre ambos la sorda pesadumbre de la carne sin admitir en su unidad perfecta el escarnio brutal de esa discordia que nutren vida y muerte inconciliables,”.
Pero los creadores plásticos han llevado a la muerte alegórica, a la expresión más íntima y burlona como las calaveras de José Guadalupe Posada, cronista de la calle del principios de finales del Siglo XIX e inicios del Siglo XX, sus crónicas de barrio, y asustando desde las barras de las cantinas a pulque limpio o en las trincheras ufanas de nuestros revolucionarios. José Guadalupe Posada, el discípulo de Manuel Alvares Manilla y Ortega, mismo que le abre el panorama sobre la euforia y el placer de las calaveras que narran, cantan, festejan en los barrios y en el secretos de las casas.
Grabador, caricaturista, ilustrador de la crónica política y vecindad, Posada es la columna de las artes populares de México. El pintor Diego Rivera, lo acompaña en sus retratos en su famoso mural “ Sueño Dominical en la Alameda Central”, que gozamos en todo su esplendor en el Museo en la Alameda Central de la Ciudad de México.
José Guadalupe Posada y su calavera Catrina, la más famosa de las calacas mexicanas. Manuel Manilla , maestro de Posada fue el precursor de estas calaveras que son las imágenes del mundo, de los versos y los cantos populares y la crítica política. Poseo un colección de 339 grabados originales del maestro de Posada, y algunas de las calaveras que se atribuían a José Guadalupe Posada, como la Torre Eiffel entre otros grabados.
La fiesta de la muerte entraña un sentimiento profundo de lo religioso y filosófico del ser mexicano. Nuestros formidables creadores, que se desprenden de la Escuela Mexicana de Pintura, se distinguen por la potencia ilustrativa y plástica de Posada y Manilla, sobre todo José Clemente Orozco y Digo Rivera, en cuya obra mural y de caballete ofrecen un banquete visual y crítico de nuestra realidad.
Dice Ruy Pérez Tamayo, estudioso de nuestra psicología, “ Así como la vida no es una cosa o un objeto, sino una propiedad o un proceso, tampoco la muerte es una cosa aunque salta a la vista que mientras la representación tradicional y universal de la muerte es una calavera., la vida no posea igualmente generalizado. La nomenclatura para referirse a la muerte a nivel social es amplísima, mientras que la parsimonia para nombrar a la vida es tristeza”. Ruy Pérez Tamayo, La Muerte. El Colegio Nacional, México, 2004.
Así las designaciones de muerte, son amplísimas y fecundas como señala Lope Blanch, En “Vocabulario Mexicano Relativo a la Muerte”, UNAM, 1963, que cita Pérez Tamayo:
“Parca, Calaca, Calaquita, Calavera, Pelona, Pascuala, Canica, Cabezona, Copetona, Copetuda, Tolinga, Catrina, Dientona, Desdentada, Mocha,”. Entre otras denominaciones.
Celebremos este canto interno de nuestras vidas ahora que aún estamos vivos. Porque la muerte entraña un amor a los nuestros. Los que ya se fueron y los que se resisten al llamado de esas parcas escandalosas, algunos sin dejar un recado pero llevan en sí mismo nuestras transparencias de amor a la vida. La Muerte ya No Pide Permiso, parafraseando a Edmundo Valadez . Vivimos un país de muerte todos los días.
Por Alejandro Rosales Lugo




