5 diciembre, 2025

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On the road again Tropecé, pero le sigo

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

Me lo encontré en la calle, inesperadamente. Al verme me regaló una amplia sonrisa y lo primero que salió de su boca fue: “On the road again” —tropecé, pero le sigo—, expresión que usábamos cuando, en el trabajo, surgían problemas que parecían insalvables. Cada vez que los resolvíamos compartíamos la frase, tomada de una canción de Willie Nelson. Hacía casi treinta años que no nos veíamos, pero no fue obstáculo para recuperar la confianza de antaño.

Se acercó rápidamente a mí; llevaba un portafolio, pero lo dejó a un lado para darme un abrazo que me hizo sentir muy bien. Ernesto fue compañero de trabajo y con él tuve muchas experiencias en la operación de plantas químicas. Nunca lo consideré mi amigo —no sé por qué—, pero congeniábamos y compartíamos un alto compromiso con el trabajo.

Siempre fue inteligente y conocedor a fondo de los procesos; sin embargo, su espíritu rebelde y desafiante le impidió escalar en las organizaciones y, de hecho, lo hizo salir de algunas.

Después del abrazo me indicó —sin que tuviera oportunidad de negarme— que entráramos a un restaurante-bar que estaba a unos pasos.

—Vamos a tomarnos un café —me dijo, aunque desde el principio ordenamos una botella de vino tinto.

Estuvimos recordando experiencias de todo tipo: buenas, no tan buenas, otras graciosas y algunas francamente malas. Cuando la botella ya iba por la mitad me di cuenta de que tenía ganas de hablar, de desahogarse, y lo escuché. Me contó que su primera esposa, Luisa, murió joven de cáncer, cuando sus hijos, Lucía y Ernesto, entraban a la adolescencia. La quiso mucho, y su pérdida desbalanceó su vida: perdió el trabajo y comenzó a beber. Un día, estando en el comedor —me dijo—, vio que sus hijos lo miraban con una mezcla de temor y desesperanza. Algo dentro de él cambió; buscó trabajo y lo consiguió.

—Si no hubiera tenido ese cambio, quién sabe qué sería de mis hijos; estaban en la adolescencia —me dijo.

Unos años después me volví a casar, pero fue un desastre. Ella tenía el vicio del juego y contrajo deudas; para salir de ellas hubo que hipotecar la casa y, para acabarla, perdí de nuevo el trabajo. Afortunadamente, los muchachos ya habían terminado sus estudios y tenían empleo. Y a empezar otra vez.

Busqué trabajo, pero esta vez fue más difícil. Anduve de un lugar a otro hasta que en un puestecito modesto encontré acomodo, aunque la empresa cerró poco después.

Un día me invitó Ernesto, mi hijo, a su casa. Tiene una niñita que entonces tenía cinco años. Vi que intentaba bailar ballet y le puse en el celular un compendio de escenas de El lago de los cisnes. La niña observaba con atención, sin perder detalle, sobre todo cuando las bailarinas ejecutaban su danza con pulcritud, gracia y fuerza, como si no solo vencieran la gravedad, sino que la dominaran.

De pronto, Odette, la heroína, da un salto y gira sobre la punta de sus pies en algo que parecía no tener fin. La belleza del momento arrancó una exclamación de asombro y encanto en la niña.

No pude quedarme ajeno a ello. No sé si la determinación, la fuerza o los años de disciplina que se requieren para alcanzar tal virtuosismo me conmovieron, pero me levanté y fui a actualizar mi currículum. Lo subí a varias plataformas. Ya ves que ahora se maneja así.

—¿Cuántos años tenías entonces, Ernesto? —le pregunté.
—Sesenta y nueve.
—¿Y qué crees? —siguió sin dejarme decir nada—. A los pocos días me llamó una empresa donde trabajé. Tenían problemas serios y necesitaban ayuda. Fui, los resolví y les cobré bien cobrado. Quedaron felices y yo con dinero.
—¿Trabajas ahí? —pregunté.
—No, hombre, ya me conoces. Me llaman de vez en cuando para asesorías. Luego otras compañías también me buscaron.

—Pero fíjate que la experiencia con mi nieta no quedó allí. Reflexioné sobre Tchaikovsky, el compositor. ¿Sabías que su primera pieza la compuso a los cuatro años? Desde entonces encontró su pasión… y su talento.
—¿Y tú encontraste el tuyo? —pregunté.
—Sí. La pintura.

Me quedé viéndolo extrañado mientras él sacaba del portafolio unas hojas. Me mostró una de ellas: un excelente dibujo a lápiz de una niña que parecía hablarle.
—¡Mira, mi nieta! Quise captar la expresión que tenía cuando vimos el video, pero no pude.
—Pero es un gran dibujo —dije—; hasta parece que habla.

Ya íbamos a salir del restaurante cuando se volvió hacia mí y exclamó:
—¿Sabes qué me dice? ¡On the road again!

Lo vi alejarse con el paso vivo de quien tiene muchas cosas por hacer en la vida. Me quedé observándolo y murmurando: “On the road again”.
Tal vez esa sea la verdadera lección del camino: nunca dejar de andarlo.

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