“El problema con Eichmann fue precisamente que muchos eran como él, y que los muchos no eran perversos ni sádicos, sino terriblemente normales.”
— Hannah Arendt
Durante su juicio en Jerusalén, Adolf Eichmann —responsable de la logística de la deportación masiva de millones de judíos— no se defendió con odio ni con fanatismo. Repitió, una y otra vez, que había cumplido con su deber, que obedecía órdenes y que actuaba conforme a la ley vigente.
Hannah Arendt, filósofa y teórica política, de origen judío asistió al juicio. Su desconcierto provino de la absoluta ausencia de pensamiento moral en Eichmann. No vio en él a un monstruo, sino a un funcionario aplicado, incapaz de reflexionar sobre el significado ético de sus actos. De esta observación surgió la idea de la banalidad del mal.
Arendt advertía que los abusos más graves pueden sostenerse cuando el juicio moral es sustituido por la obediencia, el lenguaje administrativo y la normalización social. El mal no siempre se impone con brutalidad; a veces, simplemente se administra.
La lógica de Eichmann fue posible porque operó en una sociedad que, por miedo o conformidad, aceptó el lenguaje del régimen. El pueblo alemán no necesitó conocer cada detalle del exterminio para adaptarse: bastó con no preguntar demasiado y con delegar el juicio moral en la autoridad. La obediencia se convirtió en una forma colectiva de renuncia a pensar.
Este mecanismo no es exclusivo del pasado. Se manifiesta cada vez que el poder establece cómo deben entenderse los hechos y una parte de la sociedad acepta esa interpretación sin verificarla.
En Michoacán, por ejemplo, una acción terrorista, explosión deliberada contra personas fue rápidamente reclasificada en el discurso oficial, no como un acto terrorista, sino como una simple “agresión”. Nombrar es juzgar, y cuando el Estado fija el marco de comprensión de la violencia, establece los límites del pensamiento público.
Este hecho forma parte de un patrón más amplio de deterioro institucional. La militarización de tareas civiles es uno de sus rasgos visibles, transfiriendo funciones propias de autoridades civiles a las Fuerzas Armadas bajo esquemas de excepción en materia de transparencia. Lo extraordinario se volvió permanente, y la concentración de poder se presentó como una necesidad.
A esto se suma el debilitamiento de los contrapesos judiciales. Reformas, presiones y descalificaciones contra jueces y tribunales que han emitido resoluciones incómodas han erosionado la independencia judicial. Lo que sería una señal de alarma ha sido defendido como “limpieza” o “democratización”.
También se ha normalizado el ataque a la prensa y a la crítica. Periodistas, medios y organizaciones que documentan abusos han sido presentados como enemigos o “de derecha”. El poder no refuta los hechos: desacredita a quien los expone. La censura no se decreta; se socializa.
Un último elemento lo completa. Durante la ejecución de proyectos de infraestructura estratégicos, los impactos ambientales fueron minimizados sistemáticamente. Advertencias técnicas y denuncias fueron descalificadas como exageraciones. Sin embargo, en abril de 2025, la propia SEMARNAT reconoció daños ambientales significativos. Lo relevante fue el proceso: mientras ocurría, una parte de la sociedad defendió el proyecto en nombre de un supuesto progreso, prefiriendo no verificar lo que sucedía. El daño se volvió visible solo cuando ya era irreversible.
Ninguno de estos hechos ha ocurrido en secreto; todos han sido documentados. Lo inquietante es la rapidez con la que son justificados o minimizados por ciudadanos comunes.
Hannah Arendt llamó banalidad del mal a la normalización del daño que ocurre cuando las personas dejan de pensar por sí mismas y sustituyen el juicio moral por obediencia, lealtad o lenguaje burocrático.
No se trata del fanático consciente, sino del normalizador: aquel que no niega los hechos, pero los acomoda; quien no cuestiona la decisión, sino a quien la señala. Su renuncia a pensar no produce el daño, pero lo vuelve tolerable.
Eichmann no decidió el exterminio, pero lo hizo posible por disciplina y conformidad. De la misma manera, los abusos del poder no prosperan solo por quienes los ordenan, sino por quienes los justifican. Las democracias no mueren únicamente por decisiones autoritarias, sino cuando ciudadanos comunes, en nombre de una supuesta causa justa, renuncian a pensar, juzgar y exigir.




