Una de las frases más recurrentes como advertencia de la condición humana, como individuos y sociedad, es: “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. Un tipo de advertencia sobre los alcances sistemáticos que, desde el poder, intentan imponer algo como verdad o normalidad, o simplemente para denostar a los mitómanos empedernidos.
Y es probablemente desde el poder —o desde los poderes— donde toma más fuerza y valor: como sustento de cualquier propaganda, para disfrazar medidas autoritarias o como un elemento de distracción cuando las estructuras del poder, ante la crisis, terminan vulneradas y expuestas al escrutinio público.
En la historia de la humanidad, principalmente en los años previos al nacimiento de internet y de los medios de comunicación conectados al streaming, solo existían las verdades que se daban por sentadas en comunidades específicas, en espacio y temporalidad.
En el mundo analógico, por la naturaleza de su centralización y la necesidad de solicitar al Estado los permisos necesarios que les permitieran funcionar, era prácticamente imposible huir de sus alcances o de las élites que los manipularan a su conveniencia.
El modelo de la prensa escrita y, póstumamente, del periodismo en todas sus plataformas se reducía a ser una herramienta del poder que le permitía alterar el status quo.
Y bajo ese principio, la obtención, el proceso y la publicación de todo tipo de información estaban condicionados por aparatos gubernamentales y del sector privado que, directa o indirectamente, influenciaban y alteraban la información.
El producto final era “entregado” a las audiencias a modo, y cualquier ejercicio desde la periferia se mantenía bajo la clandestinidad. O, al menos, así terminaba bajo el criterio del poder y de las élites.
La dificultad en el acceso a tecnologías, infraestructura, permisos, tributos y financiamiento dejaba en manos de grupos económicos y de poder dicho acceso. Ambos, siempre en sinergia, por más que se simulara una imparcialidad (salvo excepciones).
Las condicionantes del ejercicio de la libertad de expresión, por lo general, son proporcionales a la diversidad económica. Si el sector productivo está concentrado en pocos actores, además de existir poderes autoritarios, será pobre el ejercicio de un derecho fundamental y restringido en producción y difusión.
Puede existir una amplia diversidad de medios en distintas plataformas, pero cualquier autoritarismo, monopolio u oligarquía mantendrá un esquema de restricción informativa. Al final, la concentración es control: de agenda o de plataformas. Y una evidente bomba de tiempo que, por presión, termina estallando y liberando múltiples esquirlas.
Un claro ejemplo de lo anteriormente mencionado lo clasificó a la perfección el escritor Carlos Monsiváis.
La prensa del México prerevolucionario mantuvo una crítica férrea al régimen porfirista y, aunque sí existió una latente y estricta represión, la composición del México porfirista distaba de un control severo.
De manera paralela a las áreas de influencia que se mantenían desde ciudades y cabeceras municipales, las haciendas o latifundios existían como un México paralelo al que intentaban vender los porfiristas al exterior.
Extensas crónicas de tragedias cotidianas, la sátira como común denominador y la ridiculización del poder a niveles inimaginables en el México posrevolucionario (incluso tras la transición política y en la actualidad).
La imparcialidad y la vanguardia eran la cima de la cúspide. La crítica barroca, exagerada y generalmente en las fronteras de la descalificación y el insulto.
Toda la obra de José Guadalupe Posada surge en esa etapa de la historia, hoy conocida mundialmente.
Y pensamientos críticos y radicales como el de los hermanos Flores Magón.
Las limitaciones en infraestructura y comunicaciones mantenían cada publicación, por más vanguardista o crítica que fuera, lejana de la Ciudad de México, y fue hasta la Revolución que México tomó un verdadero sentido como país: como un Estado moderno.
Y, en general, la evolución de la prensa mexicana se mantuvo bajo el control de la Ciudad de México y de los estados, con un bajo nivel de influencia que facilitó al Estado mexicano mantener un control informativo que no fue tan notorio hasta el surgimiento de la XEW y, después, de Televisa, con los medios masivos de comunicación, de naturaleza analógica, como la radio y la televisión abierta.
En otras partes del mundo, como en Estados Unidos, la evolución de la prensa, gracias a la facilidad de compra y fabricación de prensas, así como de tecnologías de radio y televisión, propició una pluralidad de medios que, a pesar de su diversidad y de los múltiples dueños o corporaciones, al final se concentraba en quien mantenía el acceso a los medios de producción.
En Europa, el fomento de la libertad de expresión por parte del Estado impulsó una prensa igualmente consolidada y diversa, pero siempre afín a los principios y/o reglas del juego delimitadas, desde el origen, por el propio Estado, el poder o quienes mantenían el acceso a los medios de producción.
Y al final, pese a los mayores esfuerzos por la imparcialidad como ley fundamental, la veracidad y la verificación como norma y la ética periodística como principio, existían criterios que delimitaban la orientación, narrativas y contenidos informativos que se presentaban ante una audiencia regulada bajo estrictos criterios.
Extrañamente, las dos épocas de oro de la prensa fueron las que fallaron a esa norma y las que propiciaron el desprestigio de la prensa: primero ante la población y después desde el poder, cuando alcanzó su mote, utilizado durante décadas, como el “Cuarto Poder”.
En Estados Unidos, la época de oro de la prensa escrita entre la última parte del siglo XIX y la primera del siglo XX se caracterizó por su masificación, por la competencia entre Randolph Hearst y Joseph Pulitzer, y por el sensacionalismo como norma para ganar más lectores y como instrumento de los gobiernos para influir en la opinión pública.
Fue también la época de la guerra de “encabezados” y del nacimiento del diseño gráfico como un elemento fundamental para influir de manera indirecta en los lectores.
El mote de prensa amarillista surge, peculiarmente, por el personaje de caricatura conocido como “The Yellow Kid”, cuya popularidad fue de la mano con el uso indiscriminado del sensacionalismo como herramienta de difusión.
Tras esa época dorada de la prensa escrita continuó la de la radio, con experimentos sociales de impacto mundial, como lo fue la transmisión de Orson Welles en la radio con su “Guerra de los mundos”.
Su alcance solo podría ser comparado con otros sucesos de igual trascendencia y magnitud, como la llegada de la humanidad a la Luna o los atentados terroristas del 11/S.
Hechos precursores de lo que hoy conocemos como streaming, obviamente sin el mismo impacto transformador de la vida humana como sucede en la actualidad.
La tercera, con el broadcast y las breaking news, como una lluvia de información de flujo y en tiempo real que se daba de igual forma en televisión, radio y web, obligó a la prensa escrita a mudar su generación de información a la web.
Los contenidos informativos aumentaron; la generación de información alcanzó los límites del control del Estado, aunque aún se mantuvo bajo márgenes de restricción.
La web fue una revolución informativa que aumentó el poderío de la información masiva, pero aún bajo los límites restrictivos del acceso a las tecnologías para consumirla. El uso de una computadora personal, al final, se mantenía al alcance de un reducido sector de la población, mientras la televisión, la radio y la prensa escrita estaban al alcance de la mano.
Y coincidió con otra etapa de la sociedad global conocida como “hiperrealidad” o simulación, por todos los elementos que la mayoría de los Estados y sus sociedades adaptaron para la vida en las ciudades como mecanismo de control poblacional y, evidentemente, económico.
Hasta el inicio del punto de quiebre del modelo, con la aparición de los smartphones y las redes sociales: los grandes dinamizadores del mundo que hasta entonces conocimos y el “alma” del streaming.
La tecnología de los smartphones y las plataformas de redes sociales no destruyeron a la prensa convencional ni acabaron con el mundo analógico; más bien lo absorbieron e hicieron parte de un todo.
El verdadero cambio que propiciaron las redes sociales en la opinión pública fue el mismo que propició la era de la posverdad. Más que un crédito o un descrédito, ocurrió una aplastante suma de voces y de testigos que llevó más allá de sus límites la capacidad de masificación de los medios electrónicos convencionales.
La prensa escrita, rezagada pero fortalecida frente a los medios masivos en credibilidad, mantenía un nivel de adaptación superior por tener mayor credibilidad y por mantener su eterna condición como el verdadero instrumento de poder (ya no solo del Estado, también del mercado).
Pero las mismas reglas sociales alimentaron un elemento crucial de lo que propició la era de la posverdad, con los múltiples criterios que se sumaron sobre la veracidad y la credibilidad.
Si en el modelo convencional de comunicación la posmodernidad considera a la verdad como relativa, con la llegada de las redes sociales se agregó el criterio de cada usuario o comunidad de usuarios que, desde un metaverso en ciernes y con la intercomunicación del streaming, propició la creación de verdades alternas y propias.
La hegemonía de la verdad que perduró desde el final de la Guerra Fría hasta previo a la pandemia de Covid-19 se desmoronó: estalló en múltiples fragmentos de visión del mundo, como solía serlo previo a las Guerras Mundiales.
Las redes sociales no solo desmoronaron la hegemonía ideológica; cuestionaron también la capacidad de los medios convencionales en veracidad, como sucedió, por ejemplo, en el caso de WikiLeaks.
Las filtraciones de cables diplomáticos y su impacto en redes sociales propiciaron la movilización ciudadana en distintas partes del mundo. Sucedió con la Primavera Árabe y también impactó a Estados Unidos en su credibilidad, que intentó imponer por décadas ante el mundo como el modelo a seguir y, más bien, demostró sus redes de intereses paralelas.
Esta pérdida de liderazgo se sumó a la dependencia de países como China en cuestiones comerciales y al conflicto interno por devolver al país hegemónico su fuerza productiva de origen, lo que sumó adeptos a proyectos como el de Trump.
Pero solo era una muestra de una realidad evidente y que provocó la oleada de populismos de derecha en todo el mundo: la extinción de un modelo, asimilado al igual que los medios masivos electrónicos, absorbido por uno nuevo que aún inicia y se desarrolla.
La emergencia de nuevos actores económicos, la apertura política a marchas forzadas que se da desde sociedades distintas a las que tuvo el viejo modelo de origen, es, al final, el verdadero choque y alimento de lo que hoy conocemos como posverdad.
La posverdad es la suma de visiones del mundo, de las críticas del viejo orden y, a la vez, intenta resucitar o adaptarse a los nuevos tiempos sin el riesgo de ser devorada antes de lograrlo.
Y en Estados Unidos, los constantes escándalos políticos entre republicanos y demócratas demuestran el choque de visiones del mundo y, ante la falta de acuerdos, optan por crear sus propias realidades.
El ejemplo más claro es Twitter, o X. Donald Trump, en un inicio, lo usó como su plataforma predilecta para posicionar su discurso y aumentar adeptos a su proyecto. Después terminó censurado por incendiario, aun si la medida iba en contra de los principios constitucionales estadounidenses.
Trump después crearía su propia red, además de alternarlo con otras plataformas.
Su fracaso y regreso al poder fue, además, su habilidad por llegar a ese usuario final que cuenta con su propio criterio y, a partir de ese principio y de las necesidades de un sector de la población influyente y afectado, logró revivir de las cenizas.
En América Latina, el efecto es aún más sorprendente.
Si en Estados Unidos Donald Trump representa a un sector económico real amenazado por un nuevo orden económico proveniente del streaming, en los países latinoamericanos la ultraderecha es, más bien, una élite proveniente de etapas autoritarias que intenta sobrevivir a las alternancias políticas que se han dado.
Y la inestabilidad del orden político, por las constantes fricciones entre grupos y personajes, es un alimento para la posverdad. Esos golpes van de la mano con campañas mediáticas o en redes sociales de desprestigio que, ante un descrédito generalizado, terminan por dejar como un suelo movedizo su credibilidad. Y es más: la credibilidad se vuelve tan relativa que al final termina por ser interpretada de distintas formas.
En los recientes meses, por ejemplo, el caso Epstein aún alimenta la guerra mediática entre republicanos y demócratas como la principal bandera para las descalificaciones. Las filtraciones, supuestamente de origen demócrata, por ejemplo, descalifican a la mayoría de los personajes relacionados a su área de influencia política, pero no a Donald Trump.
Aun cuando el mismo presidente de Estados Unidos se encuentra relacionado en el caso, la interpretación que da cada vertiente política es única y raya en lo inimaginable.
La razón de ser de un grupo extremista como QAnon, involucrado en actos de insurgencia en Estados Unidos, es el claro ejemplo de cómo la posverdad llegó para quedarse.
QAnon victimiza a Donald Trump, pero señala que Epstein y sus amigos son los culpables de la perversión social, aunque el mismo Trump se encuentre, al menos en el despliegue mediático, relacionado.
Su manera de abordar su agenda conspiracionista solo podría ser equiparada con los terraplanistas.
Y, al final, la posverdad, en su esencia, contrasta las similitudes entre el populismo de izquierda que por décadas fue señalado ante la opinión pública, con los ahora emanados de figuras de ultraderecha: su naturaleza populista de justificar sus errores con la fabricación o “señalamiento” de enemigos públicos a vencer, y de los peligros que puede enfrentar una sociedad o país.
Milei y su motosierra, por ejemplo, y su discurso antiwoke, anti-Estado protector y simpatizante de teorías extremas de libre mercado que no se han aplicado en ninguna parte del mundo.
El régimen de Maduro, que no conserva mucho del proyecto chavista que aún legitima su gobierno en un país como Venezuela con tantas problemáticas evidentes.
El autoritarismo disfrazado del gobierno chino, que aboga por un libre mercado que tampoco respeta, además de su simbiosis con políticas comunistas. O la oligarquía rusa, que sustenta un régimen personalista hasta la fecha, pese a los años de dictadura comunista padecidos durante el siglo XX.
Y es ese mismo suelo, ante la ausencia de estructuras institucionales fuertes y del poder desacreditado en la mayoría de los países del mundo por las fallas en sus sistemas democráticos, por las crisis económicas, las inmigraciones y desplazamientos y, evidentemente, los escándalos de corrupción internacional registrados tanto por WikiLeaks como por investigaciones periodísticas, como en el caso de Odebrecht.
La era de la posverdad esconde, además, un trasfondo aún más complejo. A mayores actores de diversos orígenes en la vida política de un país y a mayor movilidad que deja en estado vulnerable la continuidad del poder, se propicia un ambiente de “situaciones extremas requieren medidas extremas”.
Como la sobreinterpretación de la ley y su aplicación por encima de sus alcances, ante la misma diversidad de criterios en ese principio fundamental de la filosofía del ser y del deber ser.
El exceso de información y de opciones que cambiaron el modelo analógico-electrónico al digital, el surgimiento del streaming, contrariamente a lo imaginado, ha propiciado un ambiente de desinformación o de información tomada a modo.
Los ejemplos más claros de nuestra historia reciente se dieron en los adoctrinamientos personales que tuvieron quienes llevaron a cabo ataques terroristas como el del Maratón de Boston o San Bernardino, en California. Además de los registrados en otras partes del mundo, como en los países escandinavos.
Los medios convencionales, además de padecer el descrédito propio de un establishment resquebrajado, fueron devorados por la ola del streaming y las figuras emergentes (influencers o medios) desde las redes sociales.
Y es esa lucha entre el viejo y el nuevo modelo, entre izquierdistas con ultras —o entre ellos mismos— y un centro político cada vez más agotado y acotado, la que mantiene a la prensa y a los medios convencionales en medio del fuego entre bandos enemigos.
Y, al igual que en el broadcast era tan apreciado y solicitado por las audiencias en las corresponsalías de guerra, en medio del campo de batalla, pareciera que sus oportunidades y catástrofe pueden tener el mismo resultado:
De obtener los mejores galardones por la primicia y cobertura, o de perecer en medio del fuego.
¿La posverdad es la era de las mentiras? Sí. ¿La posverdad es la era de las verdades? También.
¿Cómo acabar con un limbo que tanto ha deteriorado a la democracia? Con el fortalecimiento de instrumentos del poder, como lo es el periodismo.
Como cualquier producto, tiene sus deficiencias y sus virtudes. Pero, a diferencia de lo hasta ahora realizado en los medios no convencionales, dista mucho de mantener los criterios que sí mantiene, aun con todos sus señalamientos y descalificaciones, la prensa convencional.
Por las construcciones históricas que han definido los criterios para, más allá de obtener la verdad completa, no recurrir a información falsa: las tan bien denominadas “fake news”.
¿Es necesario que el Estado y el poder lo propicien? Sí. ¿Le conviene? Obviamente no.
Y en cualquiera de las plataformas —sean las de medios convencionales o las nuevas— el destino final de la posverdad y la lluvia de información falsa tienen el mismo destino, que para la mayoría de la población debería ser preocupante.
Y no es más que el inminente regreso, y tal vez en niveles inimaginables por la efervescencia de nuevos actores y grupos de poder, de autoritarismos y totalitarismos jamás vistos en la historia de la humanidad.
Ahora, con la facilidad de una distorsión intrapersonal de la realidad facilitada por la Inteligencia Artificial.
Ahora sí: la verdadera Matrix comienza y podría transformar por completo todo lo bueno y lo malo que hasta el momento conocemos y hemos tomado como un todo relativo.
@pedroalfonso88
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