CIUDAD VICTORIA, TAM.- Durante más de tres décadas, los programas sociales han sido la principal herramienta del Estado mexicano para enfrentar la pobreza; no como una política secundaria ni como un complemento del desarrollo económico, sino como el eje central del gasto social, del discurso público y de la relación cotidiana entre el gobierno y millones de hogares.
Para una parte importante de la población, esta política pública se traduce en apoyos, becas, pensiones o transferencias directas que llegan al hogar y que, en muchos casos, marcan la diferencia entre cubrir lo básico o no lograrlo, entre resistir el mes o caer en una carencia más profunda.
De acuerdo con datos de la SHCP, el gasto social federal pasó de tener un peso marginal en los años noventa a concentrar hoy más de la mitad del presupuesto programable, nunca antes se había destinado tanto dinero a programas sociales el gran dilema, sin embargo, no es si el dinero llega, porque llega; la pregunta de fondo es qué ocurre después, ¿qué cambia realmente en la vida de las personas cuando el apoyo se vuelve permanente, pero la desigualdad no cambia?
Los programas sociales han cumplido una función clara y medible: aliviar el día a día, han permitido mandar a los hijos a la escuela, atender enfermedades, sostener el consumo básico y resistir crisis económicas que golpearon con fuerza a las familias, como la de 1995, la de 2008 o la provocada por la pandemia.
Según CONEVAL, entre 1992 y 2022 la pobreza extrema se redujo de manera sostenida y, tan solo en 2020, las transferencias públicas evitaron que más de tres millones de personas cayeran en pobreza extrema.
En los hogares de menores ingresos, los apoyos llegaron a representar más del 15 % del ingreso total; ese dato explica por qué, en momentos críticos, los programas sociales funcionan como un salvavidas, el problema aparece cuando ese alivio no se convierte en una salida; cuando el ingreso laboral no crece y las oportunidades no se amplían, el apoyo deja de ser un puente y se transforma en un sostén permanente.
Mientras la pobreza extrema disminuye, la desigualdad prácticamente no se mueve; así lo muestra el coeficiente de Gini en México, que se ha mantenido cercano a 0.45 durante más de treinta años, uno de los niveles más altos entre los países de la OCDE.
El Banco Mundial documenta que el 10% más rico concentra más de la mitad del ingreso nacional, mientras que la mitad más pobre apenas accede a una quinta parte.
Estudios del Centro de Estudios Espinosa Yglesias muestran que la movilidad social en México es limitada y persistente: siete de cada diez personas que nacen en el estrato más bajo no logran salir de él a lo largo de su vida; aun con apoyos y educación, las oportunidades siguen siendo desiguales.
Uno de los principales límites de la política social ha sido su desconexión con el mercado laboral; más del 55% de la población ocupada trabaja en la informalidad, sin seguridad social ni estabilidad, de acuerdo con INEGI y a este dato se suma otro menos visible, pero igual de determinante: la productividad laboral en México crece lentamente desde hace más de dos décadas, lo que impide aumentos sostenidos en los salarios.
Durante más de dos décadas, los salarios reales permanecieron prácticamente estancados; aunque el salario mínimo ha registrado incrementos recientes, la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos reconoce que aún no cubre plenamente el costo de la canasta básica urbana en amplias regiones del país. De acuerdo con CONEVAL, más del 35 % de la población ocupada vive en pobreza laboral.
El gasto social con toque políticos
Solidaridad surgió a finales de los años ochenta, en un contexto de crisis económica, inflación elevada y fuerte desgaste institucional, el programa priorizó la rapidez del gasto y su visibilidad territorial; los recursos llegaban, pero sin reglas claras, padrones confiables ni mecanismos de evaluación.
La Auditoría Superior documentó discrecionalidad y uso político del gasto; el apoyo ayudó a contener el conflicto social, pero no modificó la estructura productiva ni el acceso al empleo formal.
Progresa introdujo reglas claras, padrones verificables y evaluación de resultados; las mediciones confirmaron avances en asistencia escolar, salud y nutrición, sin embargo, el mercado laboral no absorbió a esa población con mejores condiciones educativas; la política social avanzó más rápido que la economía.
Los apoyos del Bienestar
Con el gobierno de López Obrador, la política social se volvió directa y universal; el gasto social alcanzó niveles históricos y permitió amortiguar los efectos de la pandemia y del aumento de precios, para millones de hogares, el ingreso fue un alivio inmediato; sin embargo, los indicadores estructurales no se movieron.
La informalidad sigue elevada, la pobreza laboral aumentó tras la pandemia y el crecimiento económico continúa siendo insuficiente. Sin reformas fiscales, laborales y productivas, los apoyos ayudan, pero no transforman.
México recauda menos del 17 % del PIB, uno de los niveles más bajos de la OCDE; el sistema fiscal grava más el consumo que la riqueza, dicho de forma directa, quienes más tienen aportan poco en comparación con otros países el problema radica en que sin impuestos progresivos, el Estado intenta corregir con transferencias lo que el propio sistema económico produce; se gasta más, pero se redistribuye poco, y esa contradicción explica por qué la desigualdad no se mueve.
Tamaulipas
En el estado, los programas sociales han tenido un efecto similar al nacional: alivio inmediato sin transformación estructural, de acuerdo con datos de CONEVAL e INEGI, las transferencias han permitido amortiguar la pobreza extrema en zonas rurales y urbanas marginadas, pero no han logrado modificar los indicadores de informalidad laboral, pobreza laboral ni acceso sostenido a seguridad social.
En un estado donde más de la mitad de la población ocupada trabaja en la informalidad y donde amplias regiones dependen de economías frágiles, los apoyos federales se han vuelto un ingreso complementario permanente, no una vía de salida.
El resultado es una población que resiste, pero no avanza; recibe, pero no acumula; sobrevive, pero no cambia su posición económica.
En treinta años, los programas sociales ayudaron a sobrevivir, pero no a cambiar el futuro. Solidaridad contuvo crisis, Progresa mejoró condiciones básicas y Bienestar sostuvo el ingreso; ninguno logró modificar las reglas que generan desigualdad.
La pregunta para la ciudadanía es clara: ¿queremos seguir dependiendo de apoyos para vivir o cambiar el sistema que hace necesarios esos apoyos?
Mientras esa decisión no se tome, los programas sociales seguirán siendo indispensables, pero insuficientes, y México seguirá administrando pobreza y llamándolo “política social.”
Por Nora M. García
Expreso-La Razón




