La portada dominical de Expreso volvió a detonar una reacción previsible: basta colocar a las mujeres en el centro del debate público para que aparezca la descalificación automática, no hay discusión de fondo, hay enojo; no hay argumentos, hay misoginia expuesta frente a una realidad política que avanza sin pedir permiso.
No es la imagen ni el diseño lo que incomoda, es el mensaje: la confirmación de que el poder ya no es un espacio exclusivo ni un terreno reservado. La portada no lanza una consigna, tan solo documenta una tendencia que se viene consolidando y que muchos prefieren negar antes que procesar.
Cada vez que se publica un análisis, una columna, un reportaje o un video sobre la presencia femenina en la política ocurre el mismo patrón: los comentarios se degradan, el lenguaje se vuelve agresivo y el ataque se dirige al género, no a las ideas, como si la participación de las mujeres fuera una provocación personal y no una competencia legítima.
Lo que se observa no es una crítica ideológica ni desacuerdo programático, es una reacción emocional, un estrés misógino que emerge cuando el orden tradicional se siente amenazado, cuando el privilegio deja de ser invisible y comienza a disputarse en condiciones más abiertas.
La diferencia con otros momentos es que hoy el avance dejó de ser simbólico y las mujeres ya no están en la orilla del poder ni en los márgenes decorativos: están compitiendo, decidiendo, encabezando proyectos reales, y cuando el cambio deja de ser discurso para convertirse en posibilidad concreta, el miedo se expresa sin filtros.
La llegada de Claudia Sheinbaum a la Presidencia rompió el último pretexto cómodo, ese que repetía que México no estaba listo, el argumento cayó y con él se abrió un escenario donde pensar en más mujeres gobernando dejó de ser una excepción tolerada y pasó a ser una ruta plausible.
Por eso la portada genera ruido, porque conecta con lo que viene, con la posibilidad real de que en 2027 más mujeres encabecen gobiernos y disputen espacios que durante décadas se administraron como herencia masculina, sin competencia efectiva ni rendición de cuentas.
En Tamaulipas el proceso es visible y se reafirma con la participación femenina: crece, se profesionaliza y se vuelve electoralmente competitiva; la portada no fabrica una narrativa, la retrata, y esa imagen obliga a aceptar que el mapa político ya no se define solo por los mismos apellidos, códigos y pactos cerrados y a oscuras.
La misoginia que se desborda en redes no es libertad de expresión ni crítica legítima, es más bien una reacción defensiva qué no revisa trayectorias ni evalúa resultados; apunta al cuerpo, a la edad, a la voz, y entonces el argumento no alcanza y el insulto se convierte en refugio.
También hay una lectura interna que incomoda: el empoderamiento femenino desordena equilibrios, rompe acuerdos previos y obliga a renegociar candidaturas dentro de los partidos, el resultado es una resistencia que no solo viene de afuera, también emerge desde adentro, disfrazada de cuestionamiento estratégico.
Las reacciones que provocó la portada no frenan nada; al contrario, confirman que el proceso es real, si fuera superficial no despertaría tal nivel de enojo. La historia política es clara: todo avance primero incomoda, luego se normaliza y finalmente se vuelve inevitable.
El problema no es que alguien ponga el tema en primera plana, el problema es hacerlo con claridad y sin pedir permiso, porque lo que molesta no es la portada, es el espejo que muestra un poder en transición que ya no puede ocultarse.
El tiempo de las mujeres no es una moda editorial tampoco es una concesión simbólica, es una realidad política en marcha, con tensiones propias del poder.
En el fondo el miedo a perder privilegios que nunca fueron discutidos, o gente aferrada a un patrón patriarcal que está en decadencia.
Por. Nora M. García
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