28 diciembre, 2025

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El día después de Navidad

EL FARO/ FRANCISCO DE ASÍS

Era el día después de Navidad.

José Luis llegó al parque y vio a don José sentado en uno de los columpios. No se balanceaba; permanecía ahí, con una sonrisa tranquila, de esas que no presumen alegría, pero la contienen por completo.

Se acercó y lo saludó.

—Buen día, don José. ¿Cómo está? ¿Qué tal pasó la Navidad? ¿Le trajeron regalos?

—Buen día, José Luis —respondió con calma—. Muy bien, gracias. Me trajeron los regalos más importantes: vida y salud.

José Luis hizo un gesto de ligero fastidio que luego cambió a uno de curiosidad y preguntó:

—¿Cuántos años tiene, don José? ¿A usted le tocó celebrar la Navidad cuando era niño?

Las preguntas llegaron sin rodeos, como si no midieran del todo su atrevimiento.

Don José sonrió con indulgencia.

—No soy tan viejo como parezco. Apenas tengo sesenta y nueve años. Y sí, claro que disfruté mucho la Navidad. Desde casi dos meses antes, los periódicos publicaban una tira diaria con personajes de Walt Disney que iba contando los días que faltaban. Mis amigos y yo lo primero que hacíamos al vernos era decirnos cuántos días quedaban para Navidad.

Habló de las posadas, de las nueve que marcaba la tradición: el ponche caliente, los tejocotes, la caña, el atole, las piñatas, el pozole o las tostadas que preparaban los mayores. Recordó los cantos pidiendo posada para María y José, las velas encendidas, los cohetes que tronaban bajo la vigilancia de los adultos.

—Nosotros nunca hemos celebrado una posada —dijo José Luis—. Me hubiera gustado.

—Todavía estás a tiempo —respondió don José—. El próximo año dile a tu familia que quieres hacerlo. Cuéntales cómo eran. Seguro alguno, o varios se animan.

—Luego me ayuda para saber qué decirles —dijo tras pensarlo un momento—. Oiga, ¿y Santa Claus sí le traía juguetes?

—Claro que sí, aunque entonces no se hablaba tanto de él. En nuestra casa, quien nos traía los juguetes era el Niño Dios. Me dejaban carritos de cuerda, trompos, canicas, pelotas… cosas sencillas, pero suficientes.

Don José habló del nacimiento: del pesebre con José y María, el burro y el buey, el musgo, los pastores y los ángeles de barro. De un espejo viejo que simulaba un lago donde nadaban patos y cisnes.

—¡Qué padre, don José!

—Era un ritual que empezaba muchos días antes. Y ahí, en el nacimiento, aparecían los regalos, bien acomodados e identificados para evitar pleitos. Desde antes de las seis de la mañana del día de Navidad ya estábamos todos los niños esperando.

—Entonces… ¿cuál es la verdadera tradición de la Navidad? —preguntó José Luis.

Don José le habló de San Nicolás y Santa Claus, de San Francisco de Asís y del origen del nacimiento, del árbol de Navidad ligado al solsticio de invierno, la noche más larga del año. De cómo todas esas tradiciones, aunque distintas, apuntaban a lo mismo: la luz en medio de la oscuridad, la esperanza, la unión familiar, la generosidad y la paz.

——¿Usted cree en Santa Claus? —preguntó José Luis en voz baja, casi como si temiera incomodarlo.

—Claro que creo —respondió sin dudar—. Santa Claus y el Niño Dios no son solo personajes: son la forma en que cuidamos la esperanza.

—Mis amigos dicen que Santa Claus no existe.

—¿Cuántos años tienes, José Luis?

—Once.

—A esa edad también tuve dudas —dijo don José.—¿Y tú qué quieres creer?

—Que sí existe —dijo casi suplicando—. Me daría mucha tristeza que no existiera.

Don José lo miró con ternura.

—Entonces no lo dejes ir. Guárdalo bien. Defiéndelo. Porque Santa Claus no vive en los regalos, vive en ese niño interior lleno de emoción pura, de ilusión desbordante, de ojos brillantes y esperanza. Cuando alguien dice que no existe, en realidad nos dice que dejó de creer.

José Luis sonrió, entendiendo que aquello que estaba defendiendo no era solo una idea, sino algo que algún día podría necesitar cuidar.

—Si algún día tengo hijos —dijo—, ¿cómo les voy a quitar a Santa Claus?

Don José no respondió.
No hacía falta.

El columpio crujió suavemente.

Y por un instante, en ese parque silencioso, la Navidad todavía seguía ahí.

Por. Francisco de Asís

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