Cuando el sexenio de Manuel Cavazos Lerma entró en su fase final, en el cuarto año, la sucesión empezó a moverse como se movían entonces las cosas: con sigilo, con señales indirectas y con una ansiedad desbocada que sólo el priismo sabía administrar.
En ese escenario tomó fuerza el nombre de Diódoro Guerra, tamaulipeco originario de Miguel Alemán, ingeniero de profesión, formado políticamente en la Ciudad de México y en esa época director del Instituto Politécnico Nacional, a quien se le atribuía una cercanía real con Ernesto Zedillo, un gris burócrata que llegó a la Presidencia por una decisión apresurada tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio.
La bufalada hizo lo que siempre hacía: desenfrenada, se volcó sin pudor. Diódoro pasó de su perfil tecnócrata y académico a mejor amigo de medio estado, y su rancho se convirtió en estación obligada de peregrinaje político, donde, entre carnes premium asadas y vasos de Buchanan’s, se juraban lealtades eternas.
A esa corriente se sumaron Álvaro Garza Cantú, empresario y político tampiqueño, y Marco Antonio Bernal, senador de la República con larga trayectoria en la administración pública federal, ambos con oficio y lectura del momento, pero también conscientes de que la cancha no era pareja y de que el árbitro ya había tomado partido.
Cuando se confirmó que la candidatura se definiría mediante una “consulta” organizada por la dirigencia del PRI, entonces bajo el control del propio Cavazos, Diódoro se bajó. No estaba dispuesto a legitimar un proceso diseñado para cumplir una formalidad.
Más adelante fue Álvaro Garza Cantú quien declinó y dejó el espacio a Bernal, que decidió quedarse aun sabiendo que competía en un entorno áspero, lleno de inercias y con decisiones cocinadas lejos de la militancia.
El cabildeo se concentró en la casa de Mario Santos Gómez, líder sindical con peso real en la estructura federal. Desde ahí se movían llamadas, respaldos y promesas, mientras el calendario avanzaba sin margen para el error.
La pregunta quedó flotando durante años: si Diódoro era el amigo tamaulipeco de Zedillo, ¿por qué no fue el candidato?, ¿por qué esta vez el presidente no decidió como dictaba la costumbre del sistema?
La respuesta está en una historia que después nos platicaron en voz baja. Por aquellos días, el gobernador Cavazos y su secretario de Finanzas, Tomás Yarrington, fueron recibidos por Zedillo en Los Pinos para tratar temas presupuestales. Al final de la plática, el gobernador soltó un tema que lo agobiaba:
—Presidente, toca resolver la sucesión en Tamaulipas. Usted ordena.
El presidente se acomodó sus gafas de pasta y, con gesto de fastidio, contestó:
—Tengo asuntos pendientes más importantes que resolver. Ocúpense ustedes de eso.
Terminó la plática. Cavazos miró de reojo a Tomás y el matamorense respiró profundo y sonrió nervioso.
Cavazos entendió con claridad: la decisión ya no vendría del centro, pero tampoco sería producto de una competencia real. Todo dependía de su voluntad y sería Yarrington el beneficiario, aun cuando se mencionaba que su favorito era Antonio Sánchez Gochicoa.
El procedimiento que intentó darle un barniz democrático fue una consulta en la que se inscribieron como participantes Tomás Yarrington, Antonio Sánchez Gochicoa, Marco Bernal y Óscar Luebbert, pero ya estaba listo un entramado para que los priistas alzaran la mano por quien había acompañado a Cavazos en la entrevista con Zedillo que terminó de esclarecer el panorama.
Meses después, tras la famosa “consulta”, se formalizó la candidatura de Yarrington. Luebbert, “El Toby” Sánchez Gochicoa y Bernal se disciplinaron, y su principal promotor, Álvaro Garza Cantú, intentaría años más tarde llegar a la gubernatura, sin lograrlo, aunque siempre orbitando cerca del poder.
Una escena final, previa al “destape” de Tomás, completa el cuadro.
Unos días antes de la “consulta” donde se designó candidato a Yarrington, todavía con la esperanza de revertir el resultado anticipado, Bernal y Álvaro esperaban en la casa de Mario Santos la llegada de Ramiro Garza Cantú, ex aliado de La Quina, socio de presidentes y operador de peso real, apodado El Magnífico por su generosidad, su capacidad para destrabar conflictos con dinero y su influencia en las grandes decisiones.
Su hermano y Marco se quedaron esperándolo. Ramiro nunca llegó porque, al enterarse en el aeropuerto de que Tomás era el elegido, se fue directo a Casa de Gobierno a hablar del futuro inmediato. El autor de esta columna atestiguó ese momento.
Hay que decirlo: la historia de la decisión de Zedillo fue contada por un amigo nuestro, muy cercano a Cavazos Lerma, que ese día lo esperaba en la antesala de Los Pinos, y confirmada por otro que formaba parte del círculo íntimo de Tomás, versiones coincidentes de protagonistas que estuvieron dentro del núcleo de decisión de ambos exgobernadores.
Después de esa historia, Tamaulipas entró en otra etapa. Llegaron los expedientes, las fracturas y la normalización de lo impensable. No fue sólo una sucesión: fue el inicio de un reacomodo cuyos costos todavía se pagan.
Ayer murió Marco Antonio Bernal, uno de los protagonistas de esta historia, siempre nos pareció un hombre inteligente, con lectura fina del poder y oficio político. Quizá su mayor error fue entrar a un proceso enredado, en un estado que no había terminado de conocer y en una contienda donde el margen de maniobra era mínimo.
Ya todo estaba decidido.
Por. Pedro Alfonso García




