Ciertamente, Ciudad Victoria me tomó por sorpresa en esta nueva temporada navideña.
Acostumbrado en días como éstos y en otros años a deambular por sus
semivacías calles y a un raquítico tráfico vehicular, me dejó casi pasmado ser testigo ahora, entre otras situaciones inusuales, de sus congestionadas vías urbanas con un kilométrico río de automóviles, del tropel humano que se movía a velocidad casi de vértigo en sus centros comerciales y de sufrir para encontrar una mesa vacía en un restaurante.
¿Qué sucedió en la capital tamaulipeca?
¿Dónde se perdió aquella casi bucólica comunidad que en la época vacacional decembrina se acercaba a una visión de pueblo abandonado?
¿En dónde se quedó el placer de años atrás, de manejar como se pegara en gana en arterias que por lo general gemían por el estrépito de motores rugientes, sonidos de claxon y choques de todos tamaños y consecuencias?
Son varias las respuestas que me ofrecieron amigos y compañeros de trabajo, ante mi extrañeza. De esa gama de posibles explicaciones, algunas me alegraron y otras, no quiero reconocerlo pero es cierto, me entristecieron.
Me agradó que la causa de esa vorágine navideña victorense fuera, en la acertada opinión de algunos, el crecimiento económico de la misma y el mucho más amplio abanico de opciones comerciales que posee. Habla esa versión de un pujante desarrollo que ¡por fin! le rinde honores a su título de ciudad, apenas dibujado durante décadas en la secular imagen de pueblo grandote.
Bien por esa Victoria.
Pero, siempre ese infaltable pero.
Me deprime lo que acompaña a ese notorio avance urbano, comercial y de servicios que vive esta localidad, madrina muy querida para su servidor, de la etapa más productiva y de más lecciones de vida y logros aprendidas en mi vida profesional y personal.
Sí. Qué bien que la capital del Estado respire fuerte en el entorno económico, pero qué mal que en su ámbito urbano sufra de tantos quebrantos, que por desgracia desnudan valores que no han caminado a la par de ese enorme esfuerzo financiero y social.
Aquella ciudad de glamoroso verdor en sus jardines públicos y avenidas pobladas por árboles enormes o casi centenarios, no la encuentro o por lo menos no puedo reconocerla. Aquella ancestral bonhomía de sus habitantes que lucía espléndida hasta hace veinte años, hoy apenas se esboza en generaciones que van acumulando años y van perdiendo terreno ante la indiferencia de las nuevas hornadas, a cuyos integrantes sólo les importa comunicarse por redes sociales y se aíslan en mundos alejados de su entorno físico. Aquella ciudad que de tanta amabilidad que destilaba permitía escuchar un buenos días o buenas tardes en cualquier esquina, sin más conocimiento de quien ofrecía ese buen deseo que un circunstancial encuentro, pero que sorprendía y hacía sentir tan bien hasta a un extraño. Aquella ciudad que ofrecía a los automovilistas tersos asfaltos para conducir sin prisas y que hoy se encuentran tan devastados que en la mayor parte de ellos es un viacrucis transitar.
Sí, me alegra que esta ciudad, que me ha ofrecido tanto afecto y tantos amigos y que sin importar tiempos ni edades me ha abierto ventanas a mundos de colores que antaño eran en blanco y negro, crezca con esa dinámica avasalladora.
Pero ojalá, aunque tal vez sea mucho pedir, que ese desarrollo fuera parejo. Que abarcara también las fibras sensibles de la estética, de la belleza, de la naturaleza, del respeto, de la gratitud y de los afectos.
Levanto mi copa y brindo porque se cumpla este deseo…
Twitter: @LABERINTOS_HOY