Por más que en las clases de civismo nos hayan machacado con la frase de que el voto es derecho y obligación, me inclino a pensar que es más lo primero que lo segundo.
Por eso no comparto la posición de quienes se escandalizan cuando alguien propone anular su voto o simplemente abstenerse. Por las razones que sean, estratégicas, políticas, o filosóficas, la ciudadanía tiene también el derecho de no votar, ya sea porque ningún candidato satisface sus exigencias, o porque le resulta más importante quedarse a ver un partido de fútbol. En ese hecho, el de preferir ver a la selección mexicana que ir a la casilla que le corresponde, se esconde a final de cuentas un legítimo acto de protesta individual.
Disgusta sobre todo escuchar a los políticos fustigar a “anulistas” y “abstencionistas”. “Si no votas, no tienes derecho a criticar”, argumentan con singular cinismo.
No sólo están equivocados, pues la democracia cuenta con más mecanismos para que la ciudadanía participe, sino que muestran su lado más autoritario: la eterna tentación de callar los cuestionamientos en su contra.
Pero lo más grave es que no se dan cuenta —o prefieren pasarlo por alto— que en el centro de la crisis que vive nuestro sistema democrático están ellos como principales protagonistas.
Es decir, la razón primordial por la que la población decide no salir a votar es porque no encuentra motivación suficiente para hacerlo. No detectan que algo cambie con su participación, gane o pierda su candidato, a la larga llega la frustración cuando concluye que daba lo mismo si ganaba el que quedó en segundo lugar, o tercero… o décimo.
Dicho todo lo anterior y aunque parezca lo contrario, considero que lo mejor que puede hacer un ciudadano es acudir a las urnas el 7 de junio.
Ya sea para manifestar su enojo con la clase política, o para dar su voto de confianza a quien considera el más idóneo para el puesto.
Para elegir, cada quien tendrá el mejor método; aunque en los últimos años se ha popularizado el voto por “el menos peor”, también está quien vota a nivel local pensando en la actuación del presidente de la República, o quien aspira solamente —y con razón— a que le pongan luz en la calle donde vive.
La jornada del domingo será muy especial por varias razones, pero mucho me temo que no servirá para medir popularidades, sino más bien para fotografiar el ánimo social que en estos momentos, sobra decirlo, está por los suelos.
El descontento de la ciudadanía con los políticos es evidente y el domingo podrá cuantificarse con los niveles de abstencionismo. A cuál de los partidos beneficiaría la posible ausencia de la gente en las urnas es una pregunta que no podrá responderse hasta el 7 de junio por la noche, y que seguramente será distinta en cada región del estado y del país.
El deseo para Matamoros es que se viva una jornada tranquila para que la decisión de salir a votar o no, y por quién hacerlo no esté basada en el miedo.
Aunque suene a lugar común, que gane el que decida la mayoría, pero que después, sus votantes y también quienes hayan elegido otra opción, le exijan cumplir todas las promesas que haya realizado durante los últimos dos meses.
Porque en todos los casos la lista fue larga, y en algunos, francamente descabellada.
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