Sobre su importancia y sus efectos, la tinta utilizada en diversos ámbitos para analizar las encuestas forma en cada elección, un río.
Parecería entonces que el tema está agotado, porque difícilmente, al parecer, podrían encontrarse nuevos ángulos e interpretaciones novedosas sobre sus resultados.
Ayer, en una plática de café entre amigos, saltaron una vez más al aire los intentos de análisis y las valoraciones personales de esa práctica, tan utilizada como desprestigiada en el entorno político de nuestro país.
El saldo fue desastroso para tales sondeos. La coincidencia generalizada es que ya casi nadie cree en ellos y cada vez menos personas aceptan participar en ese ejercicio. En lenguaje coloquial, se podría decir que para determinar las simpatías hacia un candidato, las encuestas y nada, son hoy lo mismo.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que tuvieron validez plena, aunque en sentidos moralmente opuestos. Los clásicos positivo y negativo.
El primero, el lado bueno, se dio cuando las encuestas se aplicaban en forma interna en las campañas. La información permitía descubrir errores y aciertos que hacían posible enmendar estrategias y actitudes, así como fortalecer las acciones exitosas. No se hacían del conocimiento público y su buen uso dejaba la percepción de que partidos y aspirantes realmente conocían el terreno que pisaban en materia electoral, al ofrecer a los votantes lo que éstos pedían o esperaban de los candidatos.
Todo eso fue sepultado, cuando a una mente malévola dentro del partido dominante se le ocurrió que esos cuestionarios podían tener otra aplicación. Sí, el lado malo.
Eran los tiempos del “Partidazo” y del “Invencible”. Días en que el PRI ganaba o ganaba. No cabía otra posibilidad y por lo tanto a las encuestas se les otorgó un valor extra: legitimar la votación antes de los triunfos, de tal manera que cuando un fraude se transparentaba, ahí estaba la encuesta preliminar que había anunciado con anticipación la victoria. No había por qué extrañarse de que un candidato arrasara.
Sin embargo, no todo dura para siempre. La vida política nacional evolucionó y las trampas poco a poco se fueron extinguiendo por lo cual los sondeos previos dejaron de ser útiles pero no desaparecieron, sólo fueron hundiéndose en la incredulidad, la desconfianza y hasta en lo que el lenguaje popular define como “pitorreo”.
Por esos lastres, para esa práctica el presente tiene un sabor amargo.
Aunque existan empresas con metodología auténtica y solvencia moral cuyos ejercicios pueden reflejar la realidad y servir de orientación auténtica a la sociedad, la aparición casi epidémica de membretes bautizados como “patito” se convirtió en una pesadilla. Los resultados de esas incursiones en el ánimo popular se empezaron a entregar al vapor, para la complacencia de quien pagaba y por lo tanto, ajenos al sentir de los ciudadanos.
Los malos ejemplos de esos negocios piratas cunden, en los cuales podemos encontrar tendencias que ni siquiera tienen una cercanía entre ellas que les otorgue un mínimo de credibilidad. En un extremo encontramos una potencial tragedia para un candidato y en el opuesto nos encontramos, para el mismo protagonista, con una especie de paraíso anticipado.
¿Para qué sirven entonces ahora las encuestas?
En realidad no estoy seguro de cuál sea su valor actual, pero si de algo pudiéramos anticipar un futuro factible, es que para fines electorales son prácticas en vías de extinción. Son tantos y tan sonados sus fracasos y hasta sus ridículos, que en lugar de ser una herramienta productiva se han convertido en blanco de críticas y abiertas burlas.
Ojalá que partidos y candidatos retomen el espíritu original de esos intentos de medir el clima previo a una votación. Ojalá que usen esos resultados para corregir errores y ofrecer lo que el ciudadano necesita, no para tratar de sorprender a una sociedad que entre quienes menos cree, ubica a la clase política.
Porque hasta donde sé, ninguna encuesta previa ha influido para un triunfo. Y paradójicamente, sí lo ha hecho para una derrota…
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