La Noche del Grito. Farolear en la noche del Grito fue una alegría que conjuntaba los amores de juventud con la veneración a nuestros héroes patrios. La plaza comunicaba esa alegría de la fiesta nacional. El color, que no es propio del noreste mexicano se vestía esa noche de color, un color que contagiaba a todos. Un color social que hermanaba a
los ciudadanos, a los afectos de una sociedad de barrio, acercamiento solidario de una ciudad que pequeña albergaba el sentimiento nacional.
La plaza era un curioso redondel de encuentro en que los jóvenes destilaban sus afectos, sus cariños que vislumbraban a los noviazgos y matrimonios.
Curioso que ese paseo de redondel los muchachos y muchachas ligaban fugaces amoríos o hasta compromisos matrimoniales.
La ciudad aglutinaba a un sector de clase de media que vivía muy bien. Una clase de raigambre burocrática, aunada a una clase social alta que se mezclaba con las calases medias sin discriminar. Muchas de las parejas que socialmente imperan en la ciudad son producto de esa fusión; Hombres de bien, mujeres de bien, casados con gente modesta y más tarde transformadas en clases de elite.
Es interesante observar esa “cultura del Grito”, que fusionaba a las clases sociales en la cuadrícula de la plaza que no era otra cosa que conjunción de barrios. El Grito es el gran momento de acercamiento, como se daría con los estudiantes de la antigua Escuela Secundaria, Normal y Preparatoria del Estado, que aglomeraba a esas clases que no eran divisorias sino solidarias que serían hasta hace algunos años el tronco común de esta sociedad victorense.
El Grito es la emotividad. No tiene ya el esplendor de antaño. Tal vez porque México atraviesa en los desdenes de la pobreza y la riqueza y el maniqueo y corrupción de los políticos.
Pero quienes hemos tenido la oportunidad de vivir el Grito fuera de nuestro país, la sangre revolotea, sube de tono, en la gracia de ser mexicano y no la desgracia de nuestros días donde los malos y torpes gobernantes empañan la vida nacional.




