Todavía hace algunos años en los círculos mediáticos y políticos de la Ciudad de México, el sentimiento que generaban las noticias sobre la ola de violencia que sacudía a Tamaulipas y otros estados era una mezcla de incredulidad y conmiseración.
En las mesas de las oficinas públicas y de los restaurantes de postín, analistas de todos los colores concluían en sesudas discusiones que tanta barbarie y brutalidad sólo podía ser posible en los estados norteños, y hubo encumbrados personajes que se atrevieron a culpar a la sociedad civil de falta de agallas para contener a los ejércitos de sicarios.
En la gran ciudad, proclamaban, no hay manera de que el fuego de los cárteles los alcanzara.
¿Qué pensarán y qué dirán ahora que la delincuencia organizada empieza a convertir en campo de batalla a la Ciudad de México y que resurge la violencia en las grandes urbes y en Estados que parecían inmunes al asedio del crimen?
Lo que nadie deseaba, ni esperaba, finalmente sucedió y a unos cuantos días de que elija el país a su nuevo presidente, una avalancha de acontecimientos terribles: trenes asaltados en pleno día por los huachicoleros poblanos, policías federales ejecutados por las mismas bandas, la irrupción de la delincuencia organizada en la CDMX con ejecuciones que cimbran y tienen estupefactos a los capitalinos.
Y Monterrey, Guadalajara y el Estado de Guanajuato son sacudidos otra vez por la ola de asesinatos, secuestros y extorsiones.
No es para celebrarlo pero quienes han aplicado una estrategia equivocada y tardía para enfrentar la ola criminal en remotos lugares como el nuestro, ahora la viven en su propio territorio, en una megápolis de crecimiento atrofiado que suma a sus innumerables broncas una más terrible y poderosa.
Las eminencias grises del gobierno federal y la paquidérmica burocracia deberán pensar seriamente que los alcanzó la realidad y que ya no podrán cruzarse de brazos y descargar las culpas en otras instancias.
Las cosas empeoran en un momento crucial. El país está decidiendo quién lo gobernará los próximos años y esta atmósfera turbulenta provocada por la disputa entre los cárteles por el control de la capital del país se suma a una competencia electoral donde la rudeza y falta de escrúpulos distingue a los competidores principales.
EX ALCALDES EN FUGA
Por lo visto, aún no ha terminado la debacle priísta que comenzó el 5 de junio de 2016. Dos años después, el que durante años fue el partido todo poderoso en Tamaulipas, sigue sin superar el derechazo que lo puso al borde del nocaut.
Para muestra lo que pasó ayer: en un sólo día creció en forma considerable la lista de priístas que se quitan la camiseta para chapulinear a otros partidos, en particular a Acción Nacional.
Se trata de ex alcaldes, líderes políticos del Altiplano, que en la recta final de las campañas se suman a la coalición “Por Tamaulipas al frente” y le complican todavía más el panorama al tricolor, a quien muchos ven como la tercera fuerza política a partir del 1 de julio.
De ese tamaño es la crisis que vive el PRI.