El tabasqueño Enrique González Pedrero escribió una trilogía que resulta fundamental para entender no sólo el nacimiento del México independiente, sino para comprender los orígenes de los vicios y excesos de la cultura política nacional: ‘El País de un solo Hombre: el México de Santa Anna’.
Compuesta por los tomos ‘La Ronda de los Contrarios’, ‘La Sociedad del Fuego Cruzado’ y ‘El Brillo de la Ausencia’, la trilogía es una amplia y pormenorizada biografía de Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna, pero a la vez es un pretexto para narrar la primera y caótica etapa de un país en construcción, de una nación que solo era una idea plasmada en un papel, en una Constitución a veces liberal, a veces conservadora, sin rumbo claro.
‘El País de un solo Hombre’ (el título de la obra es puntual, preciso y brillante) es también el pretexto para recordar y subrayar que una verdadera nación debe ser construida por los ciudadanos, por una sociedad participativa que evite o impida que una sola persona tome las decisiones de todo un país.
La historia de México está trazada desde el eje en que un solo hombre determina el rumbo político y económico. Es un tema o, mejor dicho, un problema sociocultural. La concentración del poder es la constante, la única hoja de ruta, uso y costumbre de un país que se nutre de sus tradiciones: Tlatoani, Virrey, Emperador, Alteza Serenísima, Dictador, Presidente Imperial o Mesías Tropical de la Cuarta Transformación.
La realidad histórica mexicana es apabullante: la herencia del poder absolutista salta de un periodo a otro, trasciende épocas y regímenes, sin importar la ideología o la orientación pragmática del gobierno en turno.
Históricamente, la división de poderes en México ha sido inexistente. El Poder Ejecutivo reina, avasalla, prácticamente pasa por encima. Ni el Legislativo ni el Judicial se han convertido en poderes reales, casi siempre sometidos al poderío del Ejecutivo, a la hora que indique y quiera ‘el señor presidente’ (esa práctica también se reproduce en los estados).
Ni siquiera durante los 12 años de Acción Nacional en el poder, el periodo denominado de la alternancia democrática, se trató de construir un sistema de equilibrios y contrapesos. En esa etapa, caracterizada por el vacío de poder producto de la frivolidad foxista, los que se fortalecieron -y se enriquecieron- fueron los poderes fácticos: el sindicato magisterial, las dos influyentes televisoras, los empresarios megamillonarios (Carlos Slim), los gobernadores (virreyes) y los carteles del narcotráfico.
Hace justo un año, 30 millones de mexicanos votaron por un cambio de rumbo en el sistema político mexicano. El 53 por ciento de los votantes respaldó el proyecto de Andrés Manuel López Obrador tejido sobre una esperanza. La mayoría fue absoluta y se reflejó en la nueva configuración del Congreso de la Unión: Morena, partido-movimiento fundado por AMLO, asumió el control de las Cámaras de Diputados y de Senadores.
Cansados de la corrupción y de la insensibilidad del ineficaz gobierno del priista Enrique Peña Nieto, títere ignorante de la tecnocracia entonces reinante, los votantes optaron el primero de julio de 2018 por un cambio político hacia lo que, en apariencia, más similitud tiene con la izquierda.
Una izquierda mexicana que, dividida y confrontada en su visión de país, a veces pretende ser progresista y abierta, en otras nacionalista y cerrada. Incluso, en algunas ocasiones, ciertas tribus morenistas abogan por un radicalismo trasnochado y coquetea con sistemas caducos e inoperantes como es el caso de la virtual dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela.
Descrita como una izquierda variopinta, una de las características del gobierno de Andrés Manuel López Obrador es su simiente religioso, de tonalidad cristiana y evangélica. Esta es una de las más profundas contradicciones ideológicas del hombre que vivirá en Palacio Nacional: creyente del Estado Laico de Benito Juárez, convive en mitines, de manera abierta, con representantes eclesiásticos, a quienes da voz en la plaza.
Conforme han transcurrido los primeros siete meses de la pretendida Cuarta Transformación, poco a poco, la prédica desde el púlpito lopezobradorista ha pasado del concepto juarista de la ‘austeridad republicana’ a la idea religiosa de la ‘pobreza franciscana’. La penitencia como política pública.
El problema no está en el discurso, sino en los hechos: la salud, la ciencia, la cultura, el deporte y los medios públicos (IMER, Canal 11) sufrieron recortes en sus ya de por si maltrechos presupuestos, ‘tijeretazos’ que ni siquiera aplicaron en su peor momento los tecnócratas más conservadores comandados por Pedro Aspe, Francisco Gil Díaz o Luis Videgaray.
Anclado en el siglo 19 por su evidente fascinación por la Reforma y la Restauración de la República, el presidente incurre en una problemática muy mexicana: absorto en la historia y en el devenir nacional, carece de una visión global. En su proyecto, el mundo no existe y, por tanto, la globalización es una especie de dañino maleficio.
Con la Inteligencia Artificial y la irrupción de las nuevas tecnologías tocando a la puerta de la historia de la humanidad, es increíble observar a un mandatario que se cierre a la Aldea Global y que se aísle de las verdaderas transformaciones que darán un giro inusitado a la historia del planeta.
Gobierno de múltiples sombras y varias luces, el mayor tino de Andrés Manuel López Obrador es la ruptura con la semiótica del poder: convertir Los Pinos en un espacio de convivencia social y cultural, eliminar las caravanas de guardaespaldas y asistentes, estar al alcance del ciudadano común con un saludo de mano o de una ‘selfie’.
Algo más: La comunicación como herramienta diaria del ejercicio del poder (cosa que muchos políticos no entienden). El mejor ejemplo de la comunicación lopezobradorista: ‘Las Mañaneras’.
Una vez más, la semiótica, el lenguaje, la palabra como principal instrumento para convencer y, sobre todo, imponer una narrativa de una transformación que, se supone, marcará una nueva etapa en la historia de México, a la altura de los grandes cambios registrados en el país: la Independencia, la Reforma y la Revolución.
Por eso, hoy, a un año de su histórico triunfo electoral, el presidente volverá a su tribuna preferida: el mitin en el Zócalo de la Ciudad de México, punto en el que concurre el pasado y el presente, la plaza en la que converge la nación que se niega a formar ciudadanos y el país de un solo hombre.
Y PARA CERRAR…
País de muertos: Si el gobierno lopezobradorista no soluciona el problema de la inseguridad y la violencia, la Cuarta Transformación será fallida.