Desde que guardaron los cuadernos en la mochila- mientras la maestra les deseaba felices vacaciones- Juanito y sus compañeros fueron los niños más felices del mundo.
Eso explicó el ruido que se escuchó a varias cuadras de la escuela tras el anuncio. Sin exagerar. Como si muchos vidrios se hubieran quebrado al mismo tiempo y nadie los hubiera juntado. Bueno. Ya le exageré, ni modo.
Sales de vacaciones y a veces no sabes bien a bien a qué le vas tirando. Si van a salir de viaje o se van a quedar en la casa. A no ser que, como en cada vacaciones planeadas, al final de una breve discusión, por cosas de lana, se impone la de ir a “los troncones”.
Así es cómo todo se comienza a armar una noche antes. “Que el perro no falte”, dice la más chiquilla y lo anda repite y repite. “Ojalá se les olvide”, decía la abuelita. A ella que no la lleven, le pudieron haber dicho todos en coro, pero no se lo dijeron. Al contrario, la llevaron, y hasta le dieron chance de irse adelante aunque luego se arrepintieron porque iba comente y comente.
Antes iban en un camión de volteo de gasolina, dice la abuelita, sin que la escuchen. Hay raza que van a pie o corriendo hasta el rio. Van y vienen.
Otros lleva a sus familias como el caso de la familia de Juanito. Uno pagan y otros se la vuelan entre el monte. Unos se bañan y hay años, cuando no llueve, en que se bañan unos con el sudor de los otros. Eso dice la gente.
Uno de chavito qué va a decir, ni las manos mete. Nada más le hablan a uno para comer y luego lo traen suelto por el patio, por la calles con los vecinos y cuates. O solo, con los videojuegos.
Antes ibas a “los troncones” y ahí te encontrabas a todos tus compañeros, desde con el que te habías peleado, hasta al que le debías una lana. Que no era mucha, según Juanito, al que le pasa todo. Unos veinte pesos. Pero habían pasado los años.
Evaluando de aquí para allá y de allá para acá, a Juanito no bien le cae el veinte si él sale ganando en todo esto. Mientras las gruesas llantas de la camioneta fustigan el polvo, los que van atrás en la caja ya no se reconocen, se tienen que hablar por sus nombres. Los más grandes, dos carnales belicosos de Juanito, ya van pedos, les da lo mismo, siempre andan llenos de tierra y ebrios.
Ya en el agua- ya sabe usted como son los niños- Juanito no tuvo el menor empacho en divertirse él solo hasta que en el agua, y a contra corriente, se encontró a la abuela y tuvo que rescatarla para que no se la llevara la corriente, pero eso fue años después, porque ahorita la abuelita todavía aguanta la respiración bajo el agua y ahí nos tiene con ascuas para ver si sale o no sale. Y sale.
Y qué tal cuando iban a la playa, cosa bastante extraña. Es más, Juanito no recordaba haber ido a la playa. Eran platicas de familia. Lo asumía porque había raza a esa edad, ya de cuarto, que no conocían el mar. Muy apenas el agua. Y eso a él le daba mucha risa.
A la edad de Juanito, uno no es muy consciente del tiempo, y cuando ya está uno grande tampoco. Cuando menos se acuerdan, “ya la otra semana entran”, dice una señora de esas que no pueden ver tranquilas a las otras. “Es hasta la otra, sepa la bola, pero ya mero entran”, dice la última que hacía como si estuviera recargada en la puerta y lo estaba.
Hay que comprar los cuadernos y de eso Juanito ni cuenta se da. Cuando menos lo piensa ya entraron. Juanito está otra vez sacando la tarea hecha por su tía, saca una discreta manzana roja y un poco de agua. Abre la página de los sueños y comienza a platicar con sus amigos, desde su ingenuidad, cómo es que les fue en el mar.
HASTA PRONTO