Muchos de quienes aquí andamos
recordaremos por siempre
las canchas de basquetbol
que hay en el estadio. Si vivimos en
otras ciudades añoramos aquellas
tardes y parte de la noche cuando se
encendían las luces para que el juego
continuara.
En los alrededores vendían y todavía
venden raspas y elotes en sus diversas
presentaciones.
Por un tiempo se juntaron ahí chavos
a tomar caguamas durante las noches
-en los alrededores del asta bandera
o pegados a la barda de las gradas del
estadio olímpico Victoria, como se
llamaba- reuniones que religiosamente
terminaban en verdaderas batallas
campales.
Había sus leyendas y mitos, seres
inmortales con navaja en mano a
quienes muchas veces ya les habían roto
el hocico o los habían entambado. Los
cuicos iban una noche sí y otra noche
por ellos, y ellos corrian, no porque
tuvieran miedo, sino para impedir que la
tradición se extinguiera. Era parte de una
cultura. De vez en cuando uno de todos
se dejaba atrapar y luego declaraba que
los cuicos lo habían torturado nomás de
escucharlos.
A esas canchas se iba con un chicle
en la boca, con tenis o con una pelota,
por si las dudas, por si una chava, por si
una reta y también por si una corretiza.
Los jugadores más destacados eran
disputados por los equipos que, improvisados,
hacían pequeños torneos con los
que defendían su vida y su prestigio.
En las puertas de sombra preferente
se hacían torneos de una sola portería y
entre los más chiquillos jugaban al que
meta gol se pone. Y había los que fueron
discípulos del caramaco y los que no lo
fueron.
Ahí andaba un chavo canasteando
solo, contaba las canastas que metía y no
las que fallaba. Al llegar a 100 contaba
de nuevo o se retaba él mismo y siempre
ganaba. Andan unos jugando una veintiuna,
aprovechado, es un chavo contra
dos chavas y un perro que los anda
correteando.
En otra parte se armó la reta, hay
canchas suficientes y están abiertas.
Alguien las dejó así a la intemperie para
que se llovieran, para que todo mundo
tuviera acceso, aunque ya le pusieron
algunos tramos de malla ciclónica. Pero
no importa, las puertas son grandes y la
gente entra como quiera. Hasta no hace
mucho tiempo todavía se podía tomar
agua de la llave en el cuenco de la mano.
Por ahí pasaron los sueños de ser
grandes jugadores, pasaron los niños
que después lo fueron. Los niños siempre
son grandes y en ellos el triunfo tiene
su infancia.
Antes había una cancha de tenis ahí
a un lado, donde ahora está un gimnasio
que se llama Manuel Raga. Si venías del
Norte pasabas por el 19 Berriozábal, no
estaba la cancha Enrique Borja. Era una
manzana baldía de tierra rojiza donde a
veces venía un helicóptero para pasear a
los consumidores de los cigarros fiesta.
O llegaban el Circo Atayde y las atracciones
Carlón.
Por ahí pasaron muchos victorenses
que buscaron novia y no la encontraron,
también los afortunados que la encontraron.
Luego de muchos años pasaron
los eternos solitarios con un cigarro en
la mano, los casados que iban huyendo
a descansar un rato a las gradas, con
las manos en la bolsa desempleados,
pasaron los que venían del jornal, los
henequeneros pasaron en su bicicletas,
pasaron mirando de lejos. Escuchando
los balones que retachan en los tableros
y repiquetean incesantes en el piso, entre
gritos ensordecedores de muchachas y
muchachos de secundaria.
Pasaba uno con pantalón de gabardina
verde abrillantado, imaintado y con
un peine en la bolsa o como un machete
en la cintura. Por ahí cruzaba y cruza
la muchacha de corte sastre y sonrisa
bonita, pasa el auge de los juguetes que
han estado de moda, los papalotes que
ya no se elevan, unas gradas del estadio
que no se hicieron. Y qué bueno.
Había una cancha de tenis que duró
muchos años antes del gimnasio. Las
canchas eran más grandes, o eran más
en cantidad. Ahí había una barda donde
se juntaban las parejas que desaparecieron
con los pichones.
El paso de la explanada es liso para
la patineta y para el patín también, para
quienes pasan ahí en bicicleta. Pasas y el
basquetbolista falla la canasta, la falla no
porque pasas.
Pudieron haber pasado muchas
cosas pero nadie recuerda cuando no
estaba esta cancha. Había una cancha de
fútbol con gradas de madera donde los
niños se sentaban a ver cómo amarraban
los caballos de los jugadores. Con
sus botines pateaban una pelota de
cuero.
Todavía hay torneos oficiales de
secundarias y cada quien recuerda sus
sueños. Las derrotas dolorosas que
ya platicadas se volvieron triunfos.
Los triunfos gloriosos que son trofeos
polvorientos en los estuches de una
dirección de escuela, cerca de la foto de
los muchachos que nadie recuerda.
Llegas y pides chance de canastear
y luego haces un triple y encestas, nadie
te vio ser el mejor. Lo vuelves a intentar
y fallas. Entonces todos te vieron, eres
el peor jugador del mundo. Uno entre el
público comentó que ya estás grande,
que debes dejar el paso para los que
siguen. Pero volteas y no hay nadie. Está
oscureciendo, te han dejado solo.
Caminas de nuevo rumbo a tu casa
por el 19. Bajo la luz tristísima de un foco
amarillento en la esquina, dos hombres
que van adelante se dispersan en la
siguiente cuadra. Del estadio a tu casa
haces 15 minutos a pie, eso no cambia.
Sientes que nada ha cambiado, que
el tiempo ha soportado estoicamente
tu paso lento por la banqueta, como
cuando todos los caminos conducían al
estadio.
HASTA PRONTO.