Las frases de las pancartas
evidenciaron que con teoría o
sin ella, todas sabemos que lo
personal es político: “Tu misoginia
me seca la vagina”, “ninguna mujer
tiene un orgasmo lavando platos”
El 8 marzo las calles del
mundo se llenaron de mujeres.
En México, en un evento emotivo
y sin precedente, salimos juntas
para empoderarnos en el espacio
público, y ahí mirarnos sin edad, sin
color, sin clase social, sin partido
político ni código postal para
abrazarnos sororamente exhibiendo
nuestra digna furia compartida.
El domingo se trató de nosotras,
de nadie más. Derrumbamos los
dichos machistas “mujeres juntas
ni difuntas”. Nuestras muertas nos
unieron y por ellas llenamos el
Zócalo, una y otra vez. “Ni una más,
ni una más”. Mujeres conscientes
llenamos el contingente para exigir
lo que nos merecemos: derecho a
decidir y a vivir.
Nos aceptamos todas feministas,
porque lo somos. Asumimos al
marchar el gesto político, porque
nos volcamos a las calles no para
pedir, sino para exigir lo que
es nuestro: la equidad. Y como
vencedoras nos dejamos ir en una
marejada morada con tintes verdes,
cambiando la narrativa de un otrora
sumiso “Día de la Mujer” a una fecha
bélica, aguerrida, confrontativa. No
queremos flores ni para las vivas
ni para las tumbas, queremos que
se cumplan las leyes. No queremos
piropos, queremos respeto; no
queremos que nos cuiden, sino que
nos acompañen; tampoco que nos
infantilicen ni que nos expliquen
por qué hacemos o no hacemos las
cosas; ésa es la primera violencia
que deseamos combatir, la violencia
que nos invisibiliza, que nos nulifica.
Quien marchó sintió el poder
de la furia, una furia vetada a las
mujeres. Furia creativa que nos
obliga a reinventarnos y trazar
estrategias para la deconstrucción
de un sistema patriarcal que prefiere
la injusticia antes del desorden.
Estamos enojadas, sí, y tenemos
motivos de sobra. Se equivocan
quienes piensan que esta es una
lucha contra el gobierno actual. Esta
es una lucha contra una violencia
sistémica que permaneció soterrada
por décadas porque así le convenía
al statu quo, que se hizo de la vista
gorda y permitió que se naturalizara
en las casas, en las escuelas, en la
cotidianidad hasta que se aseguró
de que fuéramos desechables. Y no,
“no era paz, era el silencio”.
Pero ese dolor hoy es ira que nos
está uniendo para que ya nunca más
nos vuelvan a dividir. La tarea no ha
sido fácil. Lo saben nuestras abuelas,
madres y ahora también nuestras
hijas. Hemos aprendido, no sin
recelo ni sin prejuicios, a mirarnos
entre nosotras en nuestra diversidad,
porque sin importar a qué
generación pertenecemos hemos
decidido gritar. Ya no nos importa
callarnos para vernos “bonitas”,
porque estamos aprendiendo
a deslindarnos de la mirada
masculina, a través del ejercicio de
nuestra autonomía. Somos ya sujetos
económicos y políticos, ciudadanas
del mundo. No más el sexo débil.
No más sentirnos culpables de no
ser “eso” que se espera de nosotras.
El 8M descubrimos que no estamos
solas, que nos tenemos a nosotras.
Fue emotivo ver a madres de la
mano de sus hijas, a nietas con
carteles en honor a sus abuelas,
a abuelas apoyando a nietas y
atreviéndose a gritar. Las frases de
las pancartas evidenciaron que todas
sabemos que lo personal es político.
“Tu misoginia me seca la vagina”,
“ninguna mujer tiene un orgasmo
lavando platos”, “nunca tendrán la
comodidad de nuestro silencio otra
vez”, “la culpa no es mía”, “juntas
somos infinitas”, “no necesitamos
permiso”.
Fue inspirador ver a mujeres que
en horario laboral se asomaban por
los balcones desafiando al patrón
para alzar el puño. Fue alentador
olvidar las diferencias para
acompañarnos en las coincidencias
y hacer sonar la alerta feminista
que camina por todo el mundo
cuestionando a un sistema que nos
incomoda. Fue prometedor exhibir
nuestra fuerza.
El 8M del 2020 hicimos palpable
la sororidad. Se evidenció que
la actual conquista del espacio
público se logró gracias a que las
feministas a lo largo de la historia
no han bajado la guardia. Aquellas
solitarias que nos abrieron camino
exigiendo el voto, el divorcio, el
nombre propio, el derecho a la
propiedad, esas consideradas
“locas”, “histéricas”, “malcogidas”,
“lesbianas”, nos acompañaron
también en la marcha. Porque
la magia de esta manifestación
fue el arrebato de distintas olas
feministas. Una marejada —a veces
violenta, otra más suave— que sigue
subiendo, arrasando, inundando a
todas las edades y a todas las clases
sociales.
La lucha sigue ya no en solitario,
sino en lo colectivo. No bajaremos
la guardia. La pelea continúa ahora
en la exigencia de políticas públicas
incluyentes y justas. Ya nunca más
el silencio, ni la pasividad dentro ni
fuera de casa. Porque lo que nadie
puede negar es que hoy la gran
oposición en el mundo somos las
mujeres.