Antes de hacerlo habría que
pensarlo muy bien, como
dice la canción de Pablo
Milanés. El martes pasado, al día
siguiente del llamado del presidente
de Francia al confinamiento de
las personas y el cierre de la
economía, vi a los habitantes de
Arles hacer acopio de vituallas
en el supermercado más grande
de la ciudad. Había anticipado
que la escena sería dantesca;
para mi sorpresa no había más
gente que cualquier domingo
en un Fresko de la Comercial en
México. Salvo por una excepción,
y no hay manera amable de decir
lo siguiente, personas de origen
árabe a juzgar por el atuendo de las
mujeres, surtían como si en efecto
no existiera un mañana. Mientras
que el cliente habitual francés
cargaba suministros para dos o
tres días, confiando en la promesa
de su presidente de que las tiendas
de alimentos seguirían abiertas y
abastecidas, los residentes de origen
extranjero atiborraban sus carritos
con lo necesario para los siguientes
tres meses. No los juzgo, igual que
nosotros proceden de sociedades
en las que la credibilidad de la
autoridad está podrida y poseen un
sentido de supervivencia centrada
en la propia tribu y las redes
familiares y no en las instituciones.
¿Qué pasaría en México, si como
exigen tantos, López Obrador hace
lo equivalente a Macron y paraliza
súbitamente a la economía?
¿Actuaríamos los mexicanos
como vecinos de Arles o como sus
inmigrantes árabes? La respuesta
yace en algunos anaqueles vacíos de
los Superamas. Los inventarios de las
cadenas productivas en México son
infinitamente más frágiles que los de
cualquier país europeo; habría que
preguntarse cómo quedarían tras los
asaltos de pánico que una medida
así provocaría, la escasez resultante,
el mercado negro y el sufrimiento
de los que menos tienen y no están
dispuestos a tener todavía menos.
The Economist, el célebre
semanario inglés, publicó este viernes
un editorial escalofriante: “El planeta
Tierra se está cerrando. En la lucha
por controlar a covid-19, un país tras
otro exige a sus ciudadanos que den
la espalda a la sociedad. A medida
que las economías se derrumban,
los gobiernos desesperados estántratando de animar a las empresas y
los consumidores entregando billones
de dólares en ayuda y garantías de
préstamos. Nadie puede estar seguro
de qué tan bien funcionarán estos
rescates. Pero hay algo peor. Detener
la pandemia podría requerir las duras
terapias de shock cuantas veces sea
necesario. Y, sin embargo, ahora
también está claro que tal estrategia
condenaría a la economía mundial
a un daño grave, tal vez intolerable.
Algunas opciones muy difíciles están
por venir”.
La terrible admonición del
Economist va dirigida a los países
prósperos del Hemisferio Norte; me
preguntó cuántos grados más de
alarma habría en su texto si estuviera
hablando de economías frágiles y
distorsionadas como la nuestra, con
gobiernos que no serán capaces de
entregar los billones de dólares que
se requieren insuflar para evitar que
las empresas se vayan a la quiebra
en caso de dictaminarse un paro en
seco. Las autoridades europeas se han
comprometido a sostener la mayor
parte del sueldo de los trabajadores
durante el confinamiento y apoyar
fiscal y financieramente a las
empresas para evitar su desplome
ahora y después del estado de shock.
Nuestras finanzas públicas no solo
no tienen la fortaleza necesaria,
tampoco podrían hacerlo aunque
quisieran: más de la mitad de los
trabajadores mexicanos laboran en
el sector informal, sin prestaciones,
seguridad social o respaldo de alguna
especie. Es decir, viven al día. Algunos
ya lo han dicho, “prefiero correr el
riesgo de una gripe que quedarme
sin comer durante varias semanas”.
El viernes un grupo de vendedores
ambulantes en Acapulco paralizó
una avenida en protesta por el cierre
de restaurantes en la zona porque
eso representa una amenaza contra
su modo de vida. Para el ciudadano
europeo un confinamiento financiado
por el Estado, así sea forzado, es
un trueque aceptable, un incordio
comprensible a cambio de mantener
la salud. Para la mitad de la población
mexicana, equivale a un salto al
vacío, una exigencia inadmisible. No
se quedarán cruzados de brazos. Un
país en el que la mera incertidumbre
provoca acaparamiento y compras de
pánico de papel de baño hace temer
por la caja de Pandora que abriría un
apagón indiscriminado y un llamado
al “sálvese como pueda”.
El confinamiento obligado a un
precio tan alto solo tiene sentido si
las autoridades están en condiciones
de hacerlo cumplir. En Francia existe
en la práctica un estado de sitio.
Para salir a la calle, incluso para ir de
compras al mini súper del barrio, todo
ciudadano requiere un permiso que
debe descargar por online y firmar,
introducir la fecha, edad y motivo de
su traslado (y solo sirve para una vez).
La policía impone multas punitivas
que incluso pueden llevar a la cárcel
a un infractor. ¿Están las autoridades
mexicanas en condiciones de ordenar a
sus ciudadanos un confinamiento que
serán incapaces de hacer cumplir?