En esta crisis sanitaria el sector más vulnerable es el “de la tercera edad”, equiparable a lo que denominan “adulto mayor”, o en el mejor de los casos, “experiencia y madurez en plenitud”. La verdad es que los viejos estamos en riesgo. El columnista que desde hace tiempo pertenece a esta categoría, reflexiona sobre las tantas más cuantas circunstancias de las que ha debido
sobrevivir.
Nuestra generación se enfrenta a una pandemia con efectos colaterales, que literalmente nos coloca en el filo de la navaja.
Y por ello nos cuidan, (eso dicen), aunque la publicidad al respecto, suena más bien como reclamo por seguir estorbando.
Que “los veteranos” estamos de sobra, ni falta hace que nos lo recuerden con cualquier pretexto. Ahora es el coronavirus, pero pudo ser otro, el que más guste a quienes disfrutan el mundo y sus placeres. Ellos, los afortunados, suponen que jamás llegarán al tiempo en que vivir es relativo, a pesar de la felicidad que puede aportar una mañana de abril o una hermosa tarde de verano.
¿Y qué tal dejarnos acariciar por la lluvia, como si fuéramos los niños que sin sentirlo, hemos vuelto a ser?. Nada comparable a observar el infinito, con millones de estrellas que en la soledad nos recuerdan lo pequeño de la existencia, y lo abrumador y ostensible de la naturaleza. Por supuesto que cada amanecer es un milagro.
Es una muestra del poder divino que nada tiene que ver con la temporalidad de quienes fugazmente, transcurrimos por el sistema solar. Los seres humanos somos un accidente…la naturaleza es eterna, en cualquiera de sus manifestaciones. Sin embargo, el egoísmo hace creer que somos el eje de la supervivencia sideral. Es de risa y sin embargo habrá muchos que lo tomen en serio.
Los políticos y gobernantes por ejemplo, que a lo largo y ancho del planeta
imponen condiciones a mayorías sometidas, resignadas a obediencia obligada
por medio de la fuerza, o “instituciones” y sistemas que se convierten en frágiles al primer estornudo de la sociedad. Es mentira que a los viejos nos invada la tristeza.
Por el contrario, la sonrisa y el optimismo es el agradecimiento al comprobar que la vida sigue a nuestro alrededor, como si nada. En ocasiones nos identificamos con otras épocas, y hasta imaginamos haber sido testigos o protagonistas de escenarios ya ocultos por la historia, pero son boletos de ida y vuelta, nada más.
Es como despertar con el viento de la madrugada y el increíble concierto de aves sorprendidas por el arribo de la primavera. También es falso el miedo a la
muerte, que a estas alturas es probable llegue en silencio, para no alterar existencias ajenas.
Nada mejor que la discreta despedida, sin tiempo para llantos que no aplican en el concepto comercial de los servicios funerarios pagados a plazos. A los viejos ya nada nos es extraño.
Hemos vivido lo suficiente para diferenciar las estaciones del año, divertirnos con el estado de ánimo y caprichos de la naturaleza, disfrutar sus cambios, porque en esto nos lleva de la mano.
Sabemos que es una broma que poco a poco nos acerca al fin. Es el deterioro paulatino, matizado por la irracionalidad de quienes mantienen la esperanza del retorno después de la muerte. Es una locura pretender el reinado humano para siempre.
Importa comprender que cada cumpleaños de ninguna manera es una fiesta, sino un regaño más, por seguir habitando el planeta que ya no es nuestro. Y cuando hay felicitaciones las agradecemos, con la convicción de que pueden ser las últimas.
Nada de sustos o depresión…Lo entendemos y hasta esperamos que
así sea. Y es que los venerables ya poco tenemos que hacer…tal vez viajar hasta
donde las fuerzas lo permitan. Y eso de “viajar” incluye el sueño de vagar por
los bosques o seguir la ruta de caminos abandonados, sin más intención que
imaginar la sobrevivencia de los pobladores primeros.
Recrear la aventura adolescente, cuando en compañía de los amigos de barrio, nos perdíamos en el monte pleno de novedades y descubrimientos, hasta encontrar la pequeña comunidad donde no faltaba familia que compartiera el modesto, pero celestial alimento.
Y lo agradecíamos, colaborando en algunas tareas propias del lugar, hasta que la tarde nos obligaba a regresar con el mismo entusiasmo con el que habíamos partido.
Son recuerdos en los que habitamos, desde que la vida nos hizo un guiño y nos invitó a acompañarle por el obscuro túnel, donde la luz de cada estación nos deparaba sorpresas increíbles.
Los viejos vivimos algo muy distinto a lo actual. Niños, adolescentes o adultos, trotamos por un mundo irrepetible.
¿Qué más podemos desear?.
LA PANDEMIA NO ES NUESTRA
Ahora resulta que los viejos somos vulnerables y que han de cuidarnos como si los años acumulados no fueran experiencia de vida. Hasta ofensiva la obligación de no caer en le tentación del coronavirus, cuando estamos acostumbrados a caminar sobre el fuego.
A quienes justifican su responsabilidad oficial, les decimos que desde hace tiempo los abuelos abandonamos el estilo moderno de existir, para refugiarnos en el pasado que solo es nuestro. El virus es ajeno porque es producto de la promiscuidad e irresponsabilidad de las generaciones presentes.
No se metan con “la tercera edad” ni pretendan destruirla, como hicieron con el mundo que heredamos. Fuimos parte de una sociedad donde también hubo pestes, guerras y revoluciones, pero que una y otra vez renació de sus cenizas, sin tanto lloriqueo.
Cierto es que no dejamos el mejor mundo, pero al menos equilibrado y con profundo sentido humanista, después, claro, de erradicar el odio racista
que amenazó con destruir lo realizado por todos.
Desde luego no es el mismo de Trump y otros idólatras de la catástrofe, porque éstos forjaron su propia estupidez. No, el nuestro fue el de la esperanza de terminar con las diferencias, el de la búsqueda de la solidaridad y la fraternidad, necesarias para enfrentar crisis como la que vivimos.
Pero en lugar de eso, políticos y gobernantes perversos y malignos, condujeron a la sociedad al abismo del que ahora no encuentran salida.
Los viejos reímos de la obligación de cubrirnos la boca con un pedazo de trapo, cuando los años nos forraron de acero.
Que los políticos y gobernantes cuiden su conciencia y que en sus sentimientos busquen el amor hacia sus semejantes.
Esto sería lo valioso y no la pretensión de restarnos identidad, cuando caminamos muchos años con el rostro abierto al tiempo y de frente al sol.
Lo peor, soltar un ejército de uniformados tras el rastro de los que más temprano que tarde abandonaremos este mundo, y no precisamente dañados por el virus.
Por favor, dejadnos en paz. Queremos seguir admirando el universo y los astros que aprendimos a ubicar desde niños. Igual, despertar con los cantos de las aves y el aire del amanecer, con el suave aroma del verde acariciado por el rocío.
No interrumpan el silencio que provoca la inmensidad del mar, o la melancolía de una tarde apenas iluminada por el desfalleciente sol tras las montañas.
Entiendan, ustedes ya tienen su virus, los viejos conservamos nuestros
sueños y recuerdos. No piensen por nosotros, mejor procuren encontrar la verdadera felicidad… esa que nada tiene que ver con el poder ni con la santidad pasajera, mucho menos con los bienes acumulados que llegada la hora, ni podrán cargar.
He dicho.
Hasta la próxima.