Oscurece y como a las gallinas nos comienza a dar sueño, buscamos dónde echar el cuerpo agotado por el esfuerzo de estar parado, caminar y correr, acaso estar sentado todo el tiempo desde que nos levantamos. No hacer nada también cansa, nos consta.
El pensamiento comienza a ser perforado por el insomnio que con elementos de sobra nos mantiene despiertos, nos ubica a un lado de la cama, nos mueve, nos aprieta el pescuezo, nos levanta intempestivamente al alba. No hay nadie, ni un fantasma.
Dormimos plácidamente sin darnos cuenta, despertamos de pronto sin haber soñado siquiera, con ese enorme hueco en el estómago, sin un mendrugo en la boca de la noche, sin una historia que contarle a nadie cuando caiga la tarde.
La tarde es un viejo lento que se ha dormido en el espejo de sus anteojos. El rostro se trisa en los últimos rayos tras las cortinas. Hay una mujer dormida que le habla en silencio, sólo él escucha. Cuando se apagan las luces, la versión digital se inhibe en la memoria de la extraviada computadora de poquísimos bites.
Oscurece y comienza la procesión por las calles, los carros escapan de su fauces, el viento persigue al aire de nosotros, y tras el respiradero de cuerpos, soporta el olor nauseabundo y enloquecido de los drenajes.
La ausencia es la noticia en los principales diarios que salen a la calle, la desnudez de las hojas filtran agua al enredo de flores y colores sin marcos, sin pintores de uñas y dedos, sin agosto, sin huerto para echarles agua.
La noche nos mira con sus enormes ojos negros. Le han visto ver la hora a la una de la madrugada, acomodar la almohada de un dolor de muelas, abrir los brazos de par en par para ocultarnos de nosotros mismos.
La noche es el repentino llanto de un niño en la solemnidad de una sinfonía afónica, cuando el llanto se apaga se prende el mutismo quemando la oscura sensación deshabitada.
Mordemos la sábana blanca de la luna, el suave vaivén de las olas de la cama sin barcos, sin bares, sin vales de despensa. Molemos maíz con las dientes, portamos blindaje contra golpes de los contrincantes indefensos que salgan. El sueño es el héroe que aún sin nombre sabe cómo te llamas y nosotros apenas sabemos que hoy es sábado y mañana sin darse mucha prisa será domingo. Todo eso sabemos.
Antes de amanecer aún traemos la máscara que nos protege de los espejos francos y sinceros del norte. La misma camisa arrugada como un billete en la bolsa que te lavaron sin darse cuenta. Traes la noche en los hombros aplanándote la curva y las ganas de despertarte.
Ya descansado, el cuerpo es un hijo desobediente en la obsidiana filosa. En la barda construye un observatorio, se asoma a nosotros, se inventa de nuevo para volvernos en sí. Regresarmos justo al sitio donde tomamos el transporte urbano, en la esquina donde está una farmacia, que es el único sitio que recuerdas en privado.
No importa a dónde hayas ido, es lo mismo, la noche es un ilusión en medio de una llamarada de petate. Humo negro, resplandor que se ve de lejos en la cabina de un pueblo sin alumbrado público. Habrá café negro, una casa pequeña para el esfuerzo de haber dormido, habrá gente despierta esperando que despiertes o que sigas dormido, según se precise, según el viaje del tren al que te haya subido.
Despiertas y ahí están todos, pero acabas de quedarte dormido, no lo sabes, te encandila la tarde amanecida, te confundes con el escuadrón de las gallinas subiendo al azar de los árboles.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA