Ahí se sentó Juan una tarde que andaba cansado.
Hasta allí llegó. Al ver el huacal de madera en la esquina del siete Hidalgo se sentó en él. El pequeño mueble de madera tenía sus asegunes, se mecía como una cuna de un lado a otro, podría desplomarse si el usuario quisiera, pero nadie quería, pues equivaldría a caer al sueloocurre siempreuno hace lo que le conviene.
De ese modo es que Juan estuvo sentado, equilibrado un rato como esperando sin esperanza, espantando moscas, es decir sin esperar a nadie ni a una esperanza que así se llamara, sólo sentado como imitando a una especie de escultura urbana.
El cajón mientras tanto desde abajo, en lo que veía las amplias nalgas del aborigen, del simple ciudadano cansado, recordó su infancia de semilla cuando soñó ser árbol de palacio con columpios y todo. Nunca pensó que creciendo tan alto, ni tanto, lo cortaran de un machetazo y ni siquiera lo lijaron.
Una vez armado como huacal lo arrojaron del camión, lo asignaron con otros en una oscura bodega donde todos los gatos son pardos, le metieron tomate que se pudre, cebolla que si no la sacan a tiempo se apesta y de todas formas se apesta. El pobre cajón de madera que recordaba aquel entonces, igoraba que aquello era lo de menos.
Habría que contar la historia también de los buenos y malos estibadores que lo manejaron, de los terrestres que descargaron camiones y de las veces antes del día de hoy en que fue recogido del basurero y arreglado con un clavo oxidado.
Perdió su antiguo prestigio de madera de pino, de esa que no se raja, que al contrario se crece a las inclemencias
del tiempo, se fortalece con el agua y el frío le hace los mandados. Pero ahora pensar en eso resultaba paradójico con ese desconocido sentado a sus anchas, moviéndose inquieto como si tuviera chincuales. Volteado boca abajo, la parte de la espalda se le doblaba con el peso del fulano que sacó unos cacahuates y comenzó a tragarlos mientras miraba la muchedumbre que lo ignoraba.
El huacal cerró los ojos para fantasear en una linda muchacha que haciendo uso de su inteligencia lo había reciclado, lo pintó de celeste y lo convirtió en estante del centro. Poco le duró el gusto, cuando llegó el covid-19 lo dejaron a su suerte, desocuparon el espacio y a él lo abandonaron en la calle.
Pasó poco tiempo a la interperie, no faltó quién lo ocupara con ropa, luego
con juguetes y había terminado prácticamente inservible, podrido en sus ensambles, allí dejado como no queriendo en los pasillos, antes de incinerarlo en el viento que lo llevara al cielo.
Quizás no haya sido cierto Lo cierto es que ahora estaba allí viendo para todos lados, soportando al enésimo desconocido que se sentó cansado. “Cómo no se sientan en el suelo”, se preguntaba, “es más amplio, caben más personas y a veces está más limpio. Yo traigo rasgaduras de los contenedores de los tráiler, torceduras siniestras que muerden a quien se sienta, tablas que ya no son mias. Y además ya estoy viejo, me dan ganas de tumbar a este sujeto que ahora se sienta sin miramientos”.
A pesar de su indiferencia Juan sabía que el cajón se podía desplomar en cualquier momento, se sentía inseguro y veía cómo el terreno que pisaba le hacía ojitos diciéndole: “Ándale da el cuartazo”.
De todo lo que se dijo sólo quedaron las posibilidades funestas: una era que el huacal resistiera y la otra era rendir tributo al suelo patrio ofreciendo ese cuerpo que con unos tomates bueno ni con unos nopalitos sería capaz de llenarlo.
Pronto llegó la tarde y el huacal soportaba el peso increíble del flaco de Juan que se había sentado. El flaco, que no había almorzado, muchas veces había comido en un cajón de esos, los había vuelto según él sus cuates, nunca pensó que lo odiaran por ser bonito.
Mientras tanto el guacal pensaba seriamente en tumbarlo porque no halló ni una esperanza para él solito que le devolviera la utilidad, y volver a los camiones, a los libreros rústicos, a ser lo que un día fue, un cajón millonario lleno de aguacates.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA