Bien, ahora eres quien se sube a un vehículo y emprende la marcha. Conduces despacio al principio para reconocer el camino que pisan las llantas. Ves casas, tejados, perros callejeros, postes de luz, sombras de la reciente noche.
Enciendes la máquina y escuchas el clásico de la marcha que accede al motor. El motor comienza su inmensa tarea con un caballo de fuerza, escuchas el deletrear de la biela hasta que se agarra de la cadena y aceleras.
Detenido aún, el auto parece moverse, respirar, quemarse bajo el sol quemante, soportar estoico. Subes y arrancas, el acelerador toma el poder antes que el freno que es el antagonista de esta vieja novela.
Todo mundo recuerda la primera vez que manejó un carro, la vez que se quedaron sin frenos cuando se fueron de compras, las veces que se quedó sin gasolina afuera de un bar y por eso no lo robaron, la vez que lo pintaron bien gacho, las veces que lo han lavado en el río San Marcos.
Hay personalidades que se transforman una vez atrás del volante y abajo son unos angelitos que te miran con ternura. Hay cafres que cuando llueve salen a empapar a los transeúntes. Hay sujetos insoportables por los improperios con los que conducen, si no mejor no se suben. El carro tampoco prende.
Se entiende que hay escuelas que enseñan a conducir, pero es como todo en la vida, el golpe avisa, de no ser así qué chiste tendría tener una resortera puntiaguda. Con el tiempo los caminos se ampliaron y de la noche a la mañana hay calles pavimentadas. Te tallas los ojos en la fotografía de Pedro Infante.
Empiezas a narrar y corre y se va corriendo. El correr es un trapo en el viento que se mueve. La ciudad ventea sobre un par de señoras sentadas en una banca en la banqueta. Vas todavía despacio en lo que despiertas por completo.
Alzas la vista y vez las espadas encajadas en los edificios imposibles. No les hace nada el fuego ni el agua, ni la mirada de las personas que pasan. Te cersioras por enésima vez desde que compraste el carro, hace 10 años, dónde está la palanca de la direccional para no equivocarte, meter un cambio en el carro que tiene los cambios en el volante.
De modo que sabes manejar en cuanto pisas el acelerador, pero otra vez es como todo en la vida, es hasta donde quieras llegar manejando, a dónde un joven pregunta en un retén y le contestas: voy aquí en seguida, allá de este árbol al otro, después del semáforo.
Desde hace rato tomaste confianza y manejas por el lado izquierdo de la cancha. Vas rebasando a vehículos que van lentos, camionetas de los 80s. cargados de bloques oriundo de un patio de la colonia, ciclistas perdidos de una ruta europea.
Casi todo mundo ha soñado que en lugar de pisar el freno pisa el acelerador. Otros han cumplido ese sueño, se fueron sobre los cristales de una boutique y quedaron frente a un enorme espejo. Chocaron al carro de adelante o metieron reversa accidentalmente, todo mundo se baja y no fue nada, suban de nuevo.
Cuando la compraste, a cada rato te asomabas por la ventana para ver si todavía estaba en la cochera y ya querías que amaneciera para ver si era cierto. Amanecía y descalzo ibas a ver cómo había amanecido. Ya ve usted cómo somos de novedosos los victorenses. Para entonces el vecino ya había desentrañado el misterio de “quién pompó” y habrá hecho el cálculo bien aproximado del costo con iva y todo.
Aprendiste a manejar porque vas despacio y pasaste la etapa de piloto de carreras. Quieres llegar al otro lado y manejas de modo automático, no te acuerdas si metes los cambios, las veces que frenas, si sacas el clutch lentamente mientras saludas a una señora que vende nopales. Ves cómo el día se va oscureciendo y el carro con las luces prendidas es uno más entre miles de luciérnagas.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA