Como los pájaros buscan amparo, las sensaciones y los sentimientos huyen y se refugian en palabras donde anidan las emociones enamoradas de un poco de voz, de un pequeño y trémulo silencio, de una sola mirada.
Ya casi nadie lee poesía. Conteniendo la respiración, petrificados, los labios obtienen la tenue voz con el documento escrito por el aire, por el aliento del enigma y las oficinas de un poema. Allí entre esas palabras no está la palabra hasta aquí llegaste, no existe una pared, ni un lienzo con una barda absurda con un poema. Son posibles las ausencias eternas. Si uno quisiera irse, salir de este cuadro del texto sale, pero el poema comoquiera arde.
Con la pandemia no es tan fácil que una palabra ande junta con la otra o que se encuentren en cualquier arte. Deben tomar sus precauciones antes de hacer que se abra la boca o la puerta que ellas manejan. Sin embargo, una vez suficientes y bastantes, el cuerpo debe vaciarse y comenzar a desbordar por las afluentes de las manos, escurren por los dedos como gotas de agua. Entonces bailan quienes bailan y escriben los que escriben.
Las palabras se llaman publicidad de lo que se piensa y su permanencia vibra desde una pantalla de cine y en esa contemplación se escoge lo cercano, lo que impresiona al placer de la vista.
La vida de las palabras circulan con cosas tan comunes como el dinero, ese tan respetable en todas partes aun en Austria, o en Suecia ni se diga. Al parecer nadie dice lo que uno solo sabe. Lo que sabe cuesta entonces por todos contados de uno por uno, el silencio entonces se arremolina en sus alas plegables y vuela. Hace mucho que los consorcios se comieron al individuo.
Dos segundos valen para toda una vida cuando la cifra es alta e inolvidable como la lotería. La primera palabra vale oro, dice en un instante, frente a un honorable miembro del jurado calificador, con su excelencia viéndose al espejo bisiesto.
Ya nadie dice un proverbio frente a una juventud talentosa a la mitad del foro. Las palabras se han ido con el viento perseguidas por los protocolos y las prohibiciones. Son solo serias transmisiones que se repiten. Nadie responde a una pregunta, ni nadie que no sepa qué responder en una esquina.
Leer poesía es claro que no solo la escrita sino toda. La poesía no está dicha.
La poesía de enfrente. La poesía sin puerto, sin barco y sin mar, sin una razón, un poema de esos que pasan por las calles con los carros y están en una flor, en un espacio del jardín muy húmedo, donde da apenas el sol.
Poemas para existir en una tarde en una de las habitaciones vecinas con buena condición física, dispuesto a moverse de este hotel. Poemas para bajar las escaleras y escuchar las difusoras locales que destruyen el original griterío del que anuncia para dónde va el micro y para dónde no, aunque nadie quiera saber.
En un punto donde se funde, el poema es una nube sobornada por el cielo. Un concierto de chelo, en medio de una fuerte tormenta con frío y abrigo con todo lo necesario para encender una noche.
Menciono aquí un manuscrito leído aquella noche y unas cuantas cartas leídas como radiografías todavía vigentes en los ojos que las siguen leyendo. Son poemas. Hay palabras que sólo con el tiempo son poemas, antes no fueron. Fueron sino palabras, indigencias dichas a dos impostores, dos veces dichas en una audiencia ebria, confusas explosiones de pequeños apocalipsis al ver otros ojos llorando. Cartas de despedida, devuelve el anillo, regrésame lo que te llevaste. No hay firma para no registrar esta historia triste. Luego el largo bulevar solitario, sin una palabra era un poema.
Ya casi nadie lee poemas. Los poemas nos leen a los ojos. Ya casi nadie lee poemas de los que no se escriben, al menos no los andan diciendo en las noches cuando no hay luna y los focos se apagan con ese propósito.
Ya casi nadie lee poemas cuando todos salen a las plazas públicas y privadas y a los corredores.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA